Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

Primero

Bajo la escalera resollando. Llego tarde. Malos cálculos. He aparecido en la sala de calderas de un edificio contiguo. Según la hora en el reloj blanco y enorme que colgaba en el cuarto del conserje y el calendario de su mesa, podría estar sucediendo en este mismo instante. Justo cuando enfilo el pasillo a toda prisa veo que un chico está parado junto a la puerta que lleva a las duchas. Con esto no contaba. No me dijiste nada sobre un tercero. Debe de ser el encargado de vigilar si viene alguien, de ahuyentar a quien se acerque. Vuelvo sobre mis pasos, por fortuna no me ha visto, y me escondo en el descansillo. Noto un sabor oxidado y áspero. Me llevo la mano a la nariz y compruebo que sangro. Efectos secundarios del viaje, supongo. Intento elaborar un plan. Descarto ideas, pensamientos de fracaso, imágenes de hemorragias internas. Piensa rápido, piensa. Si me ve con el bate alertará a sus compañeros. Piensa. La distancia es demasiada como para acercarme a él sin que me vea. Tendré que disimular, pero ¿cómo? Entonces recuerdo haber reparado en una fregona y un cubo con ruedas en el cuarto del conserje durante mi búsqueda de armamento incautado. Concluyo lo inevitable. Tengo que volver. Suerte que no han cambiado la llave del cuarto en nueve años. Suerte que pude hacerme con ella en un descuido durante la visita de reconocimiento del otro día. La habitación es casi tan pequeña como una caja de zapatos, estrecha, asfixiante y desordenada. En ella se acumulan productos de limpieza, balones, ropa. Veo el cubo y la fregona junto a la taquilla en la que guardan las armas decomisadas a los alumnos y que no me ha quedado más remedio que forzar. Menos mal que mencionaste su existencia. No podía traer conmigo nada de metal. Habría ardido como una pastilla de barbacoa y aparecido aquí convertido en pasta ennegrecida. Un mono azul en la percha. Me lo pongo a toda prisa. Unos auriculares en una cubeta llena de cacharros olvidados. Me los coloco en los oidos y meto la clavija en un bolsillo para simular que están conectados a un aparato. Bajo de nuevo las escaleras. Dejo el bate en el último escalón y respiro hondo. Con estruendo hago mi irrupción en el pasillo, empujando el cubo con el pie, que rueda hasta chocar contra la pared, y empiezo a fregar el terrazo con vigor. El chico de la puerta se queda congelado. Me evalúa. Me estudia como amenaza. No te separes de la puerta, cabrón, no les avises. Le ofrezco la mejor cara de indiferencia de la que soy capaz y continúo fregando. Canturreo vagamente la primera melodia que se me ocurre, fingiendo que una canción sonara a través de los auriculares. Por el rabillo del ojo le veo relajar su postura, aunque es evidente que el chaval sigue nervioso. Me acerco despacio a él, a medida que mojo la fregona, la escurro, limpio un par de metros cuadrados y vuelvo a empezar. El chico debe de ser un repetidor irredento porque parece muy mayor. Está muy delgado y es extremadamente alto, tanto que las mangas del uniforme escolar apenas le cubren las muñecas. A medida que me acerco comienzo a sentir mi pulso acelerándose en el cuello. Consigo a duras penas mantener la mirada baja para no hacerle sospechar, hasta que llego a su altura.

Pírate.

Me escupe la palabra con una dureza impostada que le ha costado tiempo armar.

Perdona, ¿qué dices?, digo quitándome los auriculares, como si no le hubiera oído.

Que te largues, ya fregarás luego.

Cuando el extremo de la fregona le golpea el rostro su desconcierto es tal que pierde la verticalidad. Le golpeo varias veces más en la cabeza hasta que el mango se dobla porque está hecho de un metal blando. No tengo otro remedio. Saco de la bota el cuchillo de hoja absurdamente enorme que encontré en la taquilla, le quito su funda militar, y cuando el muchacho está a punto de levantarse se lo clavo en el vientre. Me mira con ojos desorbitados, exhala unas palabras que no entiendo y se queda en el suelo, echándose las manos a la camisa rasgada, en posición fetal, moviéndose de adelante a atrás en espasmos. Murmulla lamentos, pero apenas puedo escucharlos. Cuando la nube de mis ojos se disipa me doy cuenta de que he agarrado mal el cuchillo y me he cortado el interior de la mano.

No puedo perder más tiempo. Regreso a por el bate de béisbol. Me pongo el pasamontañas para que no me reconozcas y abro la puerta de las duchas con sigilo. La estancia es amplia, con bancos corridos a los lados y unos armarios en la pared del fondo. A la derecha, en la abertura que da acceso a las duchas, otro chaval está apoyado en el marco, mirando hacia ellas, de espaldas a mí. No me ha escuchado entrar. Me deslizo muy despacio hacia él. Oigo unos gemidos apagados.

Vamos, zorra, chupa, que no sirves ni para eso.

Es entonces cuando te veo.

Estás de rodillas, con el uniforme descolocado. Un chico rubio, tal y como me lo describiste tantas veces, te está agarrando la cabeza con las dos manos y la empuja hacia sí mientras mueve la pelvis. Está sudoroso. Tu tienes los ojos cerrados, apretados tan fuerte que parecen dos cicatrices. Comienzas a hacer unos ruidos guturales. Te estás asfixiando. El chico rubio te tira del pelo hacia atrás y te aparta.

Eres una perra. Tanto que te las das de lista. Nosotros te vamos a enseñar.

Y además eres fea de cojones, ¡sintetas!, brama el otro, a quien ya tengo a un metro de distancia.

Apenas puedo reconocerte. Tienes mucho acné y tu pelo, larguísimo y encrespado, es muy diferente al que te he conocido siempre. No pareces la misma persona de la que me he despedido hace unos minutos. Es increíble cuánto cambiaste en nueve años. Tu dolor, ese sí es el mismo.

Es entonces cuando me ves.

El chico rubio, que aún sigue gritándote burlas al oído, se da cuenta y gira su cabeza hacia donde estoy. Ya no queda tiempo. Reúno todas mis fuerzas y golpeo con el bate la cabeza del segundo chaval antes de que éste se vuelva. Su cráneo choca contra los azulejos blancos y ante la presión su mandíbula se desencaja y se despedaza en un chirrido plástico. Cae al suelo y queda allí sacudiéndose, borboteando sangre. El chico rubio te empuja a la esquina, se sube como puede los pantalones e intenta huir. Pero yo obstruyo su única salida, así que nos quedamos los dos quietos, aguardando el siguiente movimiento del otro, como depredadores que se estudian. Permanecemos así unos interminables segundos hasta que me decido e intento alcanzarle con el bate, pero mi golpe solo encuentra el aire y él aprovecha mi desequilibrio para darme un empellón y quitarme de enmedio. Mi hombro se estrella contra la pared y la articulación parece estallar, pero en el último momento consigo no caer usando el bate como bastón. El chico rubio desaparece corriendo desesperado hacia la salida. Salgo detrás de él. Si llega al pasillo jamás podré alcanzarle. Soy mucho más lento y él mucho más joven. Le tiro el bate a las piernas. Se trastabilla y se da de bruces en el suelo. Siento que el velo blanco vuelve a cubrir mis ojos, aprieto los dientes hasta mellarlos, me abalanzo sobre su espalda como un primate rabioso y le doy un puñetazo en la nuca. Mis nudillos explotan. Quiero matarle, hacerle pagar por todo lo que te hizo, por todo lo que te iba a hacer, acabar con él para que no se acerque nunca más a ti. Agarro el cuchillo con las dos manos. Las dos primeras veces le acierto en el omoplato. Por pura frustración, continúo apuñalándole espalda abajo hasta encontrar una zona blanda en la que hundir el filo. Cuando lo consigo, le pincho una y otra vez, una y otra vez, hasta perder la cuenta.

Es entonces cuando te veo de pie, temblorosa como un pajarillo, abrazándote el pecho, con la ropa rasgada y las piernas que parecen que van a quebrarse en cualquier momento.

Tiro el cuchillo y me siento junto al cuerpo del chico rubio.

Vete, corre, márchate, ya no te molestarán más, te digo.

Por un segundo creí que te detendrías. Que me darías las gracias. Pero sin pensarlo pasas por encima de nosotros corriendo. Sales. Te oigo dar un pequeño grito. Has debido de ver al tercero flotando en un charco de sangre.

Me quito el pasamontañas. Resoplo. No me preocupan pelos ni rastros porque aquí y ahora no soy nadie. Los tambores en mis oídos suenan ya cada vez más lejanos. El gorila regresa a su reino tras la empalizada gigante. Y con ello retorna una pregunta, la pregunta que no he querido hacerme desde que decidí usar la cabina.

¿Y ahora qué?

Regresar al futuro no es posible. Ahora qué. Ahora que te he convertido en otra, curada, libre, que no romperá en llanto al recordar su pasado, otra que nunca se interesará por mi, otra que probablemente nunca llegará a conocerme, que nunca me dará el animo necesario para terminar la cabina, que permanecerá así sin construir, como en un mero vericueto en una teoría inexplorada. Y ahora qué. Pensemos. Tal vez una vida modesta, secreta. Nueve años guardándote, nueve años alterando las corrientes del tiempo para protegerte, nueve años guiándote, conduciéndote hacía mí. Y entonces, reemplazarme. Nueve años más viejo.

En cierto modo, ya lo he hecho.

Santi Pagés | 27 de junio de 2009

Comentarios

  1. Mario Vírico
    2009-07-02 07:02

    Le comento ahora para dejar constancia de mi seguimiento y enganche con este telefilm, al que yo le veo, o creo hacerlo, una coherencia subterránea y acojonante. Especialmente tras haber leído el presente. Curiosamente unos días antes hacía algo parecido al escenificar, sin tanto detalle ni furia, una secuencia violenta. Me hiere de cerca el párrafo final, tengo que decirlo. Por implicación, por haber estado ahí. No nueve años pero sí cuatro. Con esa sensación al final de que a uno le han abducido y no le van a devolver el tiempo robado.

    Lo mejor es que esta serie nos quita el mono a los que buscábamos su faceta narrativa. Esto ya se lo habré dicho hasta el aburrimiento, pero tiene ahí una parroquia.

  2. Santi
    2009-07-02 13:40

    Muchas gracias Mario por sus parabienes!


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