Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.
Cuando R vuelve del aseo, me cuenta que un tipo en la barra le ha invitado a tomar algo. Gentilmente, ella ha declinado. Y me acuerdo de nuevo del muchacho sueco que anoche se sentó a hablar con ella mientras yo estaba subido al escenario, y de cómo intenté espantar el miedo cantando fuerte, alto, muy alto. Y al despertar ya mi vida sabrá algo que no conoce. Luego, en la exposición, R me confiesa que la odalisca le desasosiega. Que el bueno de Henri la pintó postrada y anhelante, entre sedas y arabescos, y con una mirada que le incomoda porque no se siente con derecho a recibirla. Mientras conversamos de espaldas al cuadro, como si compusiéramos un plano de Persona, contemplo a esta criatura vehemente y arbitraria que me acoge y me despoja. Y si me dieran a elegir en este mismo instante entre apartar la vista o cantar más fuerte escogería sin dudar la única respuesta posible.