Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.
¿Qué ocurre cuando una mujer uzbeka se baña en el Mediterráneo? ¿No es ese un absurdo, un destino inverosímil, una línea temporal imposible? ¿No deberían abrirse los mares y las simas, colapsarse el universo, reducirse la existencia a un simple punto? La mujer uzbeka sale del agua despacio, mostrándome su piel dorada, dorada en el sentido literal de la palabra, brillante y dorada como si hubiera sido tocada por Goldfinger. Sus altísimas mejillas escudriñan el horizonte, y cuando termina se recoloca el biquini de flores, ligeramente fuera de sitio, extiende su toalla de rayas naranjas y se sienta a dos metros de mi, dándome la espalda. Estira las piernas y se reclina con sus brazos hacia atrás. Interesada, usa una mano a modo de visera para apartar al atardecer y contemplar el yate anclado en el extremo de la playa. Queda inmóvil. Quieta. Una gota se escurre por su nuca. El mar lame la orilla, con su rumor constante y perpetuo, el que se seguirá escuchando cuando todos nos hayamos ido, cuando los eones hayan pasado y Taylor y Nova crucen a caballo por esta misma arena hasta encontrar nuestros restos.
Es esto lo que ocurre cuando una mujer uzbeka se baña en el Mediterráneo.