Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

La sexta estación (Parte 2 de 2)

La evocación de esa desconocida estación parece cubrir de bruma los ojos de Sen. Su gesto se endurece. Da un sorbo mínimo al café ardiente, y pierde su vista más allá de la ventana. Me fijo en que lleva el pelo recogido en una coleta con una goma morada, brillante. Brillante de purpurina.

Paramos por segunda vez. Un lugar anodino, una estación construida según el horrendo gusto de los 70 y la visión que del futuro se tenía entonces: Enormes superficies de cemento y vidrios marrones. Algunos de los hombres oscuros ya se han levantado, esperando con impaciencia a que nos detengamos. Mientras se apean, la mujer del paquete lo carga sobre su pecho pesadamente y sale del tren farfullando a cada paso improperios ininteligibles, dedicados quizá a alguien que incumplió la promesa de ayudarla. Veo como todos ellos entran en la boca del túnel que conduce a la salida, fluyendo despacio, mansos, resignados. Reemprendemos la marcha lentamente. A punto de abandonar la estación, distingo a una chica joven de pie en el extremo del andén, examinando nerviosa las ventanillas del tren como si esperara a alguien que ya debería haber llegado.

No alcanzamos demasiada velocidad. El servicio en este tramo es poco más que el de un metropolitano. Con parsimonia atravesamos una estación sin rótulos ni marquesinas en la que en teoría deberíamos haber parado y habitada únicamente por un hombre y un niño de su mano que saluda al tren con entusiasmo. Incluso a esta velocidad los dos no son más que fugaces sombras. Tampoco nos detenemos en la siguiente, poco más que un apeadero consistente en una derelicta casucha de una sola planta flanqueada por una nave incrustada en una loma, con sus puertas abiertas y exhaustas dejando entrever solo negrura.

Sen deja el café en la bandeja de su asiento y coloca el libro sobre su regazo. Se aferra a él con fuerza. Sus tapas de color carmesí son gruesas y duras. Parecen tener unos dibujos florales grabados. Tal vez sea un diario.

¿Vives en la sexta estación? ¿Cerca…?

No, no vivo allí.

Ah, vale, respondo aún más desconcertado.

Verás, tengo que averiguar algo. Creo que allí me lo podrán decir.

Se detiene por un momento preguntándose si debe continuar explicándose.

Suena raro pero no sé cuál es mi verdadero nombre, lo he olvidado.

¿Tuviste un accidente de coche y te quedaste amnésica como en las películas?, bromeo.

Sí, bueno, podría decirse que sí. Algo parecido.

La orografía intrincada da paso al llano verde, a los campos inmensos salpicados de paja prensada y enrollada en enormes cilindros y que parecen colocados allí por puro capricho. Hileras de árboles se asoman al horizonte como indios. Cruzamos por delante de una mansión de piedra rodeada de unas hayas erguidas a su alrededor como un concilio. Tras un breve túnel, el paisaje cambia bruscamente como en un montaje atrompicado de Godard, y por la ventana de Sen consigo divisar el mar, inmóvil, sereno, plano, azul oscuro porque el sol ya se ha puesto y el cielo se está tornando índigo. Y entre él y nosotros, el oleaje de colinas, divididas de tanto en tanto por muros de piedra, puntuadas por casonas que parecen contemplar la estampa sobrecogidas, sumidas en silencio, como monjes en un cuadro de Friedrich.

Gracias a la oscuridad exterior, la imagen de Sen se refleja en mi ventana y puedo mirarla con calma. Quizá así, me digo, conseguiré descifrarla, averiguar su secreto. Probar, fallar, conjeturar lo inasequible. Entender a dónde va, quién es, aunque ella misma no parezca saberlo. Conozco el riesgo de embarcarme en algo así, la imprudencia que supone contemplarla de este modo. El peligro de atribuirle entuertos, misterios, pecados, heridas. La locura de creer que podré ayudarla, comprenderla, curarla, redimirla. La desesperanza que sigue, la de comprobar que ese velo no esconde nada. Ella no es María Iribarne, ella no es Faustine, me digo, ni tampoco la muchacha de ojos negros que pasea a su perrito por la costa de Yalta. No te conoce. No le importas. No te necesita.

Las vías se curvan y giran hasta separarse del mar. Vuelven las luces, luces urbanas, que dejan estelas naranjas en la noche como cometas caídos, luces que iluminan parkings despoblados, supermercados que no cierran nunca, sintonizados eternamente en su hilo de música banal, hipercentros del bricolaje cubiertos por neones verdes, maxiconglomerados del mueble con sus promesas de liquidación por cierre, sus escaparates iluminados, su exhibición de salones, dormitorios, comedores, formas de existencia recortables que colocarnos encima como si fuéramos troqueles. El tren reduce su marcha hasta detenerse con un suspiro hidráulico. Los últimos viajeros se bajan en este parque comercial, incluida la chica pelirroja del chándal que intenta ahora calmar al niño que se ha despertado cuando le ha colocado de vuelta en el carrito. Ella comienza a gritarle que pare, que deje de llorar, lo que no hace más que enervar su llanto. Me alivia que sus voces se ahoguen cuando las puertas se cierran tras ellos. Sólo Sen y yo quedamos en este vagón espeso y tardío. Así que me atrevo.

Pero, ¿sabe alguien que vas para allá? ¿Te estarán esperando?

Se aferra aún más fuerte a su libro y agacha la mirada como si acabara de reparar en ello por primera vez.

Quizá sí, no sé. Da igual. Creo que no lo saben.

Quedan poco más de veinte minutos para llegar al final de trayecto, la sexta parada, la mía. Comienzo a pensar en cómo me despediré de Sen cuando lleguemos, si debería proponerle vagamente tomar café o comer juntos un día de estos. Justamente entonces el tren desacelera con vigor. La megafonía no pronuncia aviso alguno. Sen mete el libro carmesí en su bolso, se lo coloca en el hombro y se levanta. Se dirige a la salida y se sujeta a la barra vertical junto a la puerta mientras continuamos frenando.

Esta es mi estación, dice sin mirarme.

Después queda en silencio. No comprendo nada. Miro en todas direcciones, sin dar crédito, balbuceando. No hay revisor, no hay nadie. Nos detenemos por completo. Nada se mueve. Únicamente se escucha el zumbido de los fluorescentes. Parece que hemos parado en mitad de ninguna parte. Ahí fuera solo entreveo la luz blanca de un farol. Todo lo demás está oscuro. Sen oprime el botón que abre las puertas. Antes de salir, se detiene en el umbral.

¿Quieres venir?

La noche es gélida comparada con el interior sofocante del vagón. No lo dudo. Agarro mi bolsa y salgo.

Nos apeamos en un andén diminuto, de apenas la longitud del coche que ocupábamos. El resto del tren, allá delante, parece esperar a que comprobemos que todo está en orden, como un amigo que nos ha hecho el favor de acercarnos a casa pese a que quede muy lejos de la suya. El farol cuelga de un gancho clavado en la pequeña marquesina que sirve como refugio. Parece traído a propósito. No hay cables, no está enchufado a nada. Me pregunto con qué energía funciona. Gracias a la luz que llega del vagón puedo ver que hay malas hierbas derramadas por doquier, incrustándose, invadiéndolo todo, formando un jardín salvaje que ha devorado el cemento. Más allá de la marquesina las hiedras serpentean por la pendiente, paralelas a una escalera que lleva a la estrecha pasarela que cruza las vías.

El tren se aleja con un silbido raudo, camino a casa, mi casa, pienso, dejándonos casi en penumbra. Sen descuelga el farol y me toma de la mano.

Ven. Creo que al final nos estaban esperando.

Santi Pagés | 02 de mayo de 2009

Comentarios

  1. Carolink
    2009-05-04 01:41

    Los últimos párrafos me han tenido sin aliento. Bravo.


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