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Porque me quité del vicio por Elia Martínez-Rodarte

Vicio es todo en exceso y desmesura hasta que lo abandonamos por un nuevo vicio, o nos convertimos en coleccionistas de ellos. Nunca es tarde para desechar uno y encontrar otro nuevo. De los vicios y pasiones que exponen nuestra humanidad hablaremos aquí, en este espacio comandado por Elia Martínez-Rodarte, mexicana, viciosa y escritora, autora de ivaginaria, el día 6 de cada mes.

Mi reino por un trago

Algunos toman por sed
Otros por olvidar deudas
Y yo por ver lagartijas
Y sapos en las estrellas
.
Nicanor Parra, Coplas del vino

¿Qué haríamos sin los tragos? Más aún ¿qué haríamos sin las cantinas de donde emanan los tragos? Puede una embotellarse en el trago solitario de casa, el que se acompaña con la botana de uno mismo desdoblado en espejos infinitos pero, y luego ¿a quién podemos compadecer por estar más borrachos que nosotros?, ¿y la música de una rocola que nosotros no escogimos?, ¿y las putas extraviadas gastándose en cheves-toñas el dinero que ganaron haciendo guaguis? Quiero estar ahí en cómo sea que se llame el templo de Dionisios, en donde el afanoso alcohol se lleva entre las patas la poca lucidez que aún nos queda y nos da fuerza en la mano derecha para sostener el caballo de tequila, porque la izquierda hace mucho que ya se nos cansó. Todo y nada me ha pasado en las cantinas. Todo porque lo siento y nada porque ya no está en mi memoria. Será en otros brindis en el que nos toque recordar.

Inglaterra: petite crónica desde la desmemoria

El sólo hecho de nombrar al país estremece los dentros por sus resonancias celtas y por todo lo que lo inglés abraza: es la cuna, la mano, el vaivén del poder que mueve a Europa desde los tiempos en que las leyendas forjaban la historia para volverse de nuevo leyendas.

Si tan sólo nombrar lo inglés de Chesterton, de Dickens, de Stevenson, de un vulcano del lenguaje como Shakespeare que hizo de los vocablos anglos fulmines y centellas, si tan sólo nombrarlos es llenarse de historia y de hazañas, no entiendo por qué a un barbajanesco antro lo bautizaron como el Inglaterra, con todo y su pila bautismal de mingitorio en canal, un coro celestial de fara faras ebrios de borrachos 24/7 y las madrinas meseras piernudas maquilladas a-lo-travesti de los setentas: mucha chapa, pelo güero, pestaña postiza y tanta laca como sea suficiente para endurecerles el trato y el gesto de advertencia al borracho necio: aquí no se fía.
El Inglaterra fue la primera cantina que visité en mi existencia. Viví en una calle de cantinas: una en cada esquina, como en cualquier ciudad en donde haya un mercado Juárez cuyos pobladores no pueden vivir sin una jornada laboral de ocho horas y otras ocho de cerveza continua.

Por ello el Inglaterra me resultó un ámbito familiar: no me sorprendió el añejo olor a vómito o el amoniaco de los meados, ni me molestó el aserrín en el piso de algunas de sus áreas, ni me emocioné con las promesas de nostalgia musical que la rocola ofrecía a los parroquianos. Quizás me hizo falta un poco de oscuridad, uno que otro borracho tirado a la puerta del lugar y una barra apestosa de madera picada. La primera mirada de beodo con que me topé en mi vida, el cliché chaplinesco del dipsómano bamboleante que va haciendo piernas en cruz por la calle de mi infancia equilibrando la cabeza como una avestruz on acid volví a topármela entre mis pares, mis amigos jarras que se iban transformando en quimeras mientras la cebada iba ingresando a sus cuerpos cada vez más lacios, como el mío, acostado en la comodidad de mi acompañante mientras buscaba en la mirada de los demás parroquianos del Inglaterra al primer ebrio de mi calle: el que bautizaba de cuando en cuando mis mañanas escolares con el aromático caldo de su tempranera guácara.

El baño de El Hijo del Cuervo

Todavía traigo sonando los tangos a todo volumen en mi cabeza. La fresocantina El hijo del cuervo estaba en mis dentros con todo y sus tintineos y copas estrellándose en el piso mientras buscaba el equilibrio aferrándome al tanque del excusado. La memoria del Tango de Borges que me retumba me mantiene por segundos quieta, mientras me acuerdo de tu mano severa, sobre mi grupa, dejándome surcos enrojecidos en las nalgas potenciando la sensación de tu verga dentro de mí, al tiempo que contraigo mi vientre.

Las palabras que nos dijimos, las conversaciones triviales, el armario de tus fantasmas que abriste para mí azuzado por tus jaiboles y que yo recibí y alimenté con agave fresco, azul y blanco, permaneció con las puertas de par en par.

Me seguiste al baño cuando me dirigí hacia él cumpliendo la premisa elemental del borracho: cuando uno anda muy tomado, no sabe lo que hace.

Yo te dejé entrar y compartir mi cubículo, porque ¿quién puede negarte algo con esa cara de asesino en serie que se acaba de comer a su mamá que tienes?

Cuando me besaste no sentí tus labios en mi cara. El calentamiento que se me trepó a los sentidos me impidió guardar un registro de la sensación de volver a tener cerca de mí tu cuerpo que me tritura y me aplasta, que me maltrata y que me arrasa. Eres un concierto de Wagner en un campo abierto y actúas sobre él como fenómeno de la naturaleza. Un fenómeno atacando a la naturaleza. Naturaleza es violada en un baño por fenómeno.

Quizás ejerciste un cachondeo mayor sobre mi cuerpo del etílico porque imaginé la última vez que nos vimos, el día de tu cumpleaños, cuando me dijiste cuál era la personalidad de mi vagina. La examinaste con tu cara cerca de ella, como si vieras una genitalia femenina por primera vez. La palpaste con mucho cuidado y luego sentí dos de tus dedos hundirse con enorme facilidad dentro de mí. Te mojé rápidamente y tus yemas se deslizaron sobre mis paredes hurgando rápido, siguiendo un camino aprendido de memoria de tanto ir y venir.

Y como siempre o como en cada puesta de luna llena en que nos encontramos casi por casualidad, me sentí azorada de la capacidad que tienes sobre mí de borrar el pasado y reconstruirme toda nueva para ti. En un baño de una cantina, en una cama, en la banca del parque. Con el sonido de los golpes sobre mis caderas llegaron los meseros, tus bramidos ya habían convocado al público de los lavabos: en mi paranoia sentí que alguien se asomaba por encima de una de las paredes del baño. Empezó a sonar otro tango. Saliste abrochándote la bragueta y yo detrás de ti con los calzones en la mano. Se te olvidó pagar la cuenta. Pinche freak.

Elia Martínez-Rodarte | 07 de agosto de 2007

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