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El asesinato de Saddam

Alfredo Iglesias Diéguez

Resulta obvio que Saddam Husein puede ser visto culpable por un tribunal penal: culpable de haber autorizado la masacre de Duyail en el año 1982 y el empleo de armas químicas contra la población curda de Halabjia en 1988, de haber sofocado violentamente la rebelión chiíta de 1991, de haber fusilado con demasiada frecuencia a sus enemigos políticos…; de todas formas, la principal acusación que deberíamos formular contra Saddam es la de haber traicionado la revolución, de aliarse con los norteamericanos y los europeos para llevar al país a una guerra que se prolongó durante 10 años, de invertir los millones de dólares procedentes del petróleo en convertir a su país en una potencia armada, en vez de construir escuelas, hospitales, universidades, centros de investigación… Así pues, de acuerdo con todos estos cargos, Saddam puede ser visto culpable por un tribunal, pero no por el Alto Tribunal que lo juzgó, pues eso significaría aceptar la violación de los principios rectores del derecho y de la soberanía nacional.

Efectivamente, si aceptásemos la sentencia condenatoria del tribunal, cuestión a parte de que cualquier sentencia a muerte debe ser rechazada en tanto que supone una perversión de la propia justicia al impedir la rehabilitación del acusado, estaríamos aceptando que se puede realizar un juicio teniendo incomunicados a los acusados, impidiendo que los abogados mantengan contacto con los acusados y prohibiendo que las organizaciones de derechos humanos comprueben que no están siendo sometidos a torturas los acusados; estaríamos aceptando, además, que un juicio se pode realizar sin conocer la identidad de los miembros del tribunal, apenas el nombre del juez y fiscal principales, sin que se hagan públicas las sesiones…; estaríamos aceptando el asesinato y la violación de los derechos de los abogados defensores de los acusados; en fin, estaríamos aceptando una farsa judicial.

Asimismo, si aceptásemos la sentencia condenatoria del tribunal estaríamos legitimando: primero, un tribunal ilegal, pues como ya advirtieron numerosos juristas, los tribunales creados bajo la ocupación y en situación de excepción son ilegales y sus sentencias nulas de pleno derecho; segundo, un proceso político que, al fundamentarse en la Ley administrativa transitoria dictada por el administrador civil de las fuerzas de ocupación, el norteamericano Paul Bremen, es nulo de derecho, pues desde la perspectiva del derecho internacional consagrado en la Carta de las Naciones Unidas, las Convenciones de Ginebra y el Tratado de la Haya de 1907 un poder ocupante no puede cambiar las estructuras políticas, económicas o sociales del país ocupado, razón por la cual no es legítima ninguna de las instituciones políticas creadas tras la ocupación y aceptadas únicamente por las fuerzas políticas del país ocupado que se asociaron con los ocupantes; tercero, la guerra preventiva contra Iraq y su consecuente ocupación, pues son actos ilegales y fuera de todo derecho condenados por las Naciones Unidas; y, en fin, estaríamos legitimando la pérdida de soberanía del pueblo iraquí y los 650.000 crímenes cometidos por las fuerzas de ocupación para satisfacer los intereses del gran capital.

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Artículo publicado originalmente en gallego en el periódico Galicia Hoxe. Traducción del autor.

Alfredo Iglesias Diéguez | 15 de noviembre de 2006

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