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El negro destino de Haití

Rolando Gabrielli

Cuando Raoul Cedras me dio la mano en una oficina frente al mar Pacífico en Panamá sentí que se me coagulaba la sangre. Viajaron por mí miles de haitianos asesinados no sólo por esa mano, sino las dinastía Duvalier y otros. Un río de sangre eran mis venas, mientras su esposa, la emperatriz detrás del trono de la república más pobre y negra de occidente, sonreía. La amabilidad era el encanto summun de esa mañana tropical, lenta, olvida, sin mayores pretensiones. Había dejado atrás el mar unos minutos, pero intenté volver a él por una ventana, y fue inútil, el hermetismo reinaba en esa sencilla, fría oficina. Un trabajo de separación de colores, imprenta, me había llevado ante el “último sangriento dictador de Haití”. Las sonrisas no dejaron de cesar, como hienas en la noche, de ese medio día luminoso en el terror de los recuerdos. Hablaba varios idiomas, me dijo, en un castellano algo afrancesado. Ella, flamante, peinada, absolutamente en el reinado de sus días apagados por el último tiro en la cien que disparó algún tonton macoute al abandonar Puerto Príncipe. La capital, haitiana, con un nombre angelical, albergando a tanto asesino, pensé, y ahora uno, al alcance de mi mano. La mañana se llenó del negro dolor de Haití, sentí cómo caían los cuerpos, su olor, hedían los muertos, el grito, mucha carne humana arrodillada, sacrificada, agua estancada, podrida, lodo, mugre, la muerte disfrazada de corderito degollado. El trabajo se hizo, las sonrisas continuaban del matrimonio Cedras, una amabilidad enternecedora, la gentileza se respiraba en un aire casi marcial. Abrí la puerta de cristal, previamente me despedí de una secretaria portuguesa y le hice una seña a una escolta, y ya estaba en el ascensor. La mañana seguía caliente. El mar enfrente. La ciudad inocente de su huésped. Haití vivía un veranito democrático, lo que era mucho decir para sus huracanes políticos en una vorágine sangrienta interminable. El tiempo pasó. Todos nos olvidamos de Haití. Una isla de 27.750 kilómetros cuadrados, unos 9 millones de habitantes, 95 por ciento de población negra, más de 50 por ciento de analfabetos. No es necesario ilustrar la pobreza, el abandono, la miseria, el espanto de Haití. Está registrado en todas las estadísticas del mundo, titulares de los periódicos, dependencias de la ONU, Cruz Roja e instituciones de todo tipo, como en las generaciones de haitiano presentes, pasadas y futuras. Quizás no, en la conciencia internacional. Lo cierto es que Haití ha vuelto al escenario político internacional como en sus mejores tiempos, pero en off. Nadie se ha metido aún con y en Haití. El país se desangra por cuenta propia hace unas semanas. El gobierno del inefable ex sacerdote Jean Bertrand Aristide. Las calles de Haití son un infierno, los ataúdes viajan por el aire, los carniceros de todo tipo han vuelto al reino del terror. El gobierno ha retornado por sus fueros sanguinarios, según las denuncias dentro y fuera del país. Las noticias son como ayer, como siempre, llenas de horror y muerte. La diferencia es que a nadie le preocupa. La película se repite. Haití es un mar de sangre pobre.
Marcos Taracido | 22 de febrero de 2004

Comentarios

  1. humberto urbina
    2004-02-24 04:40 Esta nota deja ver la dura realidad de haiti porque no existe algunien que pueda poner freno a estas masacres a esta pobresa en fin…..

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