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Matando terrícolas por La Pequeña Febe

Érase una niña marciana que gustaba de salir con su nave espacial a matar terrícolas con sus amigos. Volaban en formación, atacaban por turnos, controlaban los mandos. Si uno moría, no importaba: tenía otra vida. Arrasaban ciudades, masacraban naciones, devastaban el mundo. Era un juego divertido… La niña se llamaba Febe. También le gustaba escribir. Lo hace cada día 13 en este sitio.

Lustrosos los ojos

Ha llegado el momento. La nueva vida. La nueva etapa. La nueva época. La épica quedó atrás, para dar paso a otra pírrica derrota. Se han aclarado las córneas de los ciegos y nos hemos quedado asombrados de ver la otra cara de la verdad, del envés de la luna de Saturno en vez de cualquier otro compañero de rota-acción.

Las máscaras de desenfoque de humor vítreo se han caído, los atlas universales han decidido arrojar sus mapas mudos al vacío insondable, las revelaciones oníricas de presciencia epifánica se han quedado cortas en un alarde de desfragmentación a nivel nanoscópico. En esencia, la entropía sigue su curso.

Pretendemos ser el centro de cada uno de nuestros universos particulares, buscando al mismo tiempo otro punto de referencia común para no tener la sensación de vivir infinitas posibilidades de volvernos locos por conocerlas todas al mismo tiempo. Es un reto el mero hecho de fijarse retos que cumplir. Es mayor reto cumplirlos.

Resumiendo, ha pasado un lustro desde mi primer artículo y aquí sigo. ¿Lo esperaba? Quién sabe. El pasado aniversario os prometí que tendría algo nuevo que ofreceros para este. Pero la realidad es que no ha sido así. Digamos que en Marte no están las cosas demasiado bien. Nos estamos recuperando de las batallas por librar.

No diría que me encuentro extremadamente afectada por ello, pero en la imprecisa y lineal forma en que los terrícolas medís el paso del tiempo, cinco vueltas de vuestro planeta a nuestro sol común es todo un conjunto de sucesiones de cambio a tener en cuenta. En ellas, nos hemos atrevido a conjeturar devenires irresolutos.

Habéis progresado en ciertas cosas, pero en otras definitivamente habéis claramente involucionado. A veces pienso lo mucho que os merecéis que haga efectiva la amenaza de exterminio masivo genocida que tanto os propongo. Otras en cambio simplemente dejo mi mente vagar hacia el deseo de seguir escribiéndoos.

Sea como sea, pronto emprenderé un viaje. No externo, sino interno. De transmutación marciana. Un repaso vista atrás retrospectiva que me haga salir por el otro lado de mí misma y en el que acabe dándome la mano desde la yo más niña que seré hasta la más adulta que fui, en señal de ayuda condescenciente.

Pero tranquilos, que estaré puntualmente en la próxima cita terrícola mensual con más retazos de Arte Octal para vosotros. En cuanto al viaje, no os importa dónde voy, ni lo que haré allí. Lo único que os atañe es el hecho de que no me voy a ir sin dejaros aquí y ahora mis entrañas vomitadas. Ahí van…

Cerraduras.

La palabra más pesimista de todas. Alguien debería cambiarla por su antónima.

Aperturas.

Esa sería más adecuada. Porque no se trata de proteger, de esconder, ni de intimidar lo conocido. Las llaves del imperio interno no están fuera, ni dentro. Simplemente no están, no hacen falta ni existen cuando se da un paso hacia la Verdad pura, sincera, real.

El deseo de tener qué desear y no caer en la desidia indeseable es una barrera para demoler a rosca de barrena, inyección de adrenamita y sobre todo golpe de fuerza de voluntad incandescente. Dicho de otro modo, falta mano dura.

Los devoradores de almas son aquellos que no las tienen, ni siquiera para defecar su propia inmundicia interior. Es hora de cazarlos, de devorarlos, de devanarlos como un ovillo disecado que se puede fragmentar de dolor.

Receta rápida:

Se toman los principios básicos, las esencias primigenias, los cánones cargados de común sinsentido, se meten en una coctelera de seis mil años luz de diámetro y el resultado es zumo de cambio, revelación transiforme, rasgadura universal.

Focalizando, no somos tan complejos. Ni sabemos lo que somos. Resentidos vagabundos, erradores errantes de caminos autodeconstruidos. Claro que el tamiz que sobretiene y filtra como marionetas y residuos cada componente del escenario, sabe lo que se deshace.

Divina intervención, milagrosa providencia o destino inevitable llaman algunos a las causalidades casualmente más lógicas. Desilusos. Solo aquellos sucesos que resultan inexplicables para los imperceptivos son los que me importan, nada más.

Cerrar los ojos y ver lo que me escondían mis párpados por dentro es un bálsamo desestructurado pero finamente depurado. No me tocan las existencias del mismo modo. No arremeto con la misma perspectiva contra la expresión de mis impresiones. No endulzo el amargo espectáculo que se posa sobre mi dermis gelatinosa.

Pero sigo ahí. No me he ido. Duermo. Sueño. La forma no es siempre la forma de dar consistencia al fondo. El fondo es mucho más importante, ininterpretable, imperecedero. Habita en algunos, se cobija, nos esclaviza, parasita, completa. Qué haríamos sin Ello.

No me complace saber todo esto. No me complace no saber nada de lo demás. No me complace siquiera dejarlo a un lado para tratar de intentar estar vanamente complacido. Pero la salida fácil no es una opción. Solo hace falta seguir buscando, hacer más y más prospección de alma y ejercicios matutinos de insperfección.

Vamos a ello.

Las puertas realmente sí que están localizadas. Al menos tenemos eso. Al menos sabemos que podemos atravesarlas, empalarlas, reducirlas a polvo y cenizas. Las cerraduras se llaman así no porque cierren las puertas, sino porque evitan que las abramos, que demos el vital paso transitorio hacia una nueva habitación, o espacio, o el más importante de todos ellos: tiempo, ese momentum de extraercia incognitiva.

Vamos con ello.

Tenemos que cerrar. Que irnos. Que volver. Que atender las cosas que dijimos que haríamos con la firme intención de hacerlas, de decir que las hemos hecho. ¿Acaso no las hemos hecho ya? ¿No están en nuestros designios psíquicos constantemente? ¿Qué hace falta para que se vayan, para que estemos satisfechos, para que no haya más paraqués?

Estamos abrumados. Las influencias son influenciables. Debemos hacer una pausa de más de trescientos reintentos de acercamiento a la pincelada única, al punto sincéntrico, a la palabra cl(l)ave, pero además a la nota perfecta, a la sobrevaloración devaluada, a la matrícula honorífica de nuestro propio ser como ser y estar y parecer y sentir.

No hay más. Ni menos. No es poco. Ni mucho. Es. Punto. Indefinimal perinfinitil de la total paradoja que es nuestro cosmos, no el de cada uno, sino el de todos, que es el mismo. Todo es uno, uno es todo. Menudo neoarcaísmo, pero nos vale.

Vale. Ya. Cierro la puerta. A decir verdad, llevo cerrándola demasiado tiempo. Es la misma puerta abierta una y otra vez, y no me he querido dar cuenta hasta ahora. Me compadezco.

Quizá por eso las cerraduras deberían llamarse cerraperturas…

¿Promesas incumplidas? Ahora ya lo dudo. Tal vez esta vez sea la buena, la que se atreva a dejarse caer de espaldas a los brazos confiados de aquellos que esperan con las mentes abiertas a fin de encontrar algo nuevo, diferente, al menos sincero.

Yo ya no voy a aventurar nada más. Al fin y al cabo solo hay una cosa segura: que ya no hay marcha atrás. Esto es un juego. El arte es un juego. La obra es un juego. La vida, la muerte y toda la existencia o inexistencia no son más que juegos desreglados.

Eso sí, un juego muy serio.


“Mis ideas están basadas en mi asombro y admiración por las leyes contenidas en el mundo que nos rodea. Quien se maravilla de algo, toma conciencia de algo maravilloso.”
Escher, Maurits Cornelis

“Todos los cambios, aun los más ansiados, llevan consigo cierta melancolía.”
Anatole France

La Pequeña Febe | 13 de septiembre de 2012

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