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Matando terrícolas por La Pequeña Febe

Érase una niña marciana que gustaba de salir con su nave espacial a matar terrícolas con sus amigos. Volaban en formación, atacaban por turnos, controlaban los mandos. Si uno moría, no importaba: tenía otra vida. Arrasaban ciudades, masacraban naciones, devastaban el mundo. Era un juego divertido… La niña se llamaba Febe. También le gustaba escribir. Lo hace cada día 13 en este sitio.

Metamorfopsicosis cronoilógica

El fenómeno incontrolable e incontenible ha ocurrido de nuevo. No se trata ya tanto de una tautología cósmica como de una cómica deontología de las reglas del previsible azar. Dicho con otras palabras, el mundo sigue su curso, los movimientos planetarios se suceden y lo más que las criaturas que existimos bajo esa realidad podemos hacer es contemplar cómo nos gobiernan.

Ha pasado otro año. Con el tono más cariñosamente despectivo del universo, os digo que ni os habéis dado cuenta, mis queridos terrícolas. Me leéis a más de mil millones de kilómetros de distancia cuando os escribo desde mi homónima luna de Saturno y apenas unos pocos han sabido ver que vuestro planeta ha girado alrededor del sol una vez más. De hecho, hoy es el segundo aniversario terrestre de esta marciana junto a vosotros.

Al igual que hice en el primero, pienso haceros un regalo especial en el que la aproximación a la esencia primigenia de la creación y destrucción de todo cuanto existe o existió o queda por existir sea el protagonista. Naturalmente, me refiero al arte y a sus diversas expresiones, por supuesto. En concreto, al arte octavo y definitivo, el arte octal.

Pero ante todo soy realista, no me hago falsas ilusiones ni espero que lo comprendáis al nivel que lo hago yo. De hecho ya me he encontrado en algunas lecturas que habéis llamado de la misma forma a otras manifestaciones del mismo. Es por ello que me he visto obligada a explicaros realmente la teoría de la recomposición artística. Pero como yo no sé hacerlo de otra forma, lo haré con un elaborado puñado de letras, aunque no espero que lo entendáis lo más mínimo. Poco me importa, la verdad.

Es tarde. Tarde para todo.

Pero sobre todo, es tarde para todos. Aunque sea una mañana lluviosa, es tarde. El otoño ha decidido madrugar este año con el único objetivo de mostrarnos y demostrarnos que no sólo puede hacerlo, sino que nosotros no podemos hacer nada para evitarlo. No es un caso aislado. Ocurre con muchas otras cosas de la vida. O de la muerte.

Un niño desnudo avanza por un parque sintiendo en sus pies descalzos la hierba fresca, en su cuerpo aún sin formas la humedad en el ambiente, en sus ojos la belleza del momento. No es un sueño, no es una colección de clichés cinematográficos, no es el cuento de nunca empezar. Es sencillamente el arte complejo.

El niño es ahora un adulto. Se ha tomado un respiro para intentar comprender en qué diablos consiste eso. Casi se asfixia por sobredosis de oxígeno. La lluvia ha cesado. El parque ahora es una casa vacía a oscuras. El niño-adulto está vestido con ropas que no le pertenecen, pero que son tan suyas como de cualquier otro.

Se enciende una luz cegadora en un rincón y empiezan a salir todo tipo de criaturas y formas de existencia: algunas definidas, otras por redefinir. La realidad parece haber sido aumentada a través de los sinsentidos de unos cuantos locos que dicen llamarse “creadores”. Lo que no alcanzan a ver es que realmente no son más que siervos de la misma materia con la que en algún momento ellos fueron concebidos, en idéntico pero muy diferente ejercicio de manufacturación.

No se ha vuelto al origen sino que nunca hubo un origen así como no habrá un final. La coevolución es un chisme que rumorean los dioses en escaleras que no son ni de subida ni de bajada. Todos están cometiendo el mismo error, pero por suerte es un error comprensible, corregible y sobre todo despreciable.

¿De qué está hecho el arte? Fácil. Del mundo. Pero lo más importante es que viceversa también es cierto, por pura reducción (o agrandamiento, que en este caso es más preciso) al absurdo. Si uno se deja llevar por lo que una vez fue compuesto, por qué no dejarse componer por lo que indefectiblemente ha de llegar.

El proceso creativo y el destructivo no son más que un acto de metamorfosis. El arte es lo primero, pero antes del uno va el cero y antes de él, quién sabe si no otro cero, otro uno, otro binario elemento de un conjunto de naderías que conforman todos imposibles, pero probables. Porque vacío y nulo no es lo mismo, aunque esto es algo que pocos pueden llegar a visualizar en sus mentes.

Pero la vida no es un videojuego. Hay normas que ya estaban rotas incluso antes de su imposición. Si tomas un camino, lo tomas. El momento de salvar tu partida no se reduce a cambiar diferencias de potencial en una posición de memoria, no hay ferrita que pueda alterar el ocaso de las sonrisas. No hay salvación en la precarga del tiempo.

Cada salto, cada nivel, cada experiencia o cada punto que se ejercita, se alcanza, se acumula o se consigue resultan ser partes infinitesimales de un interrelacionado entramado de cuerdas hiladas por dementes costureros. Todos soñamos con el concepto de vida extra, todos queremos la inmortalidad, la continuación, la vuelta al marcador. Irónicamente, la eternidad se jacta de nuestra caduca perdurabilidad y nuestras escasas capacidades de aprendizaje.

Ahora bien, no todo es lamento en el devenir propio o ajeno. En ocasiones también se dan cita los hallazgos, las búsquedas de tesoros, del último monstruo, ese dragón durmiente, nuestro enemigo imaginario. Pero para lograr eso hay que echar horas al estanque del enriquecimiento como si fueran piedras perdidas de una historia cuyo destino no nos incumbe o no nos es dado descubrir de puro indignos.

Nos hemos vuelto vanidosos, nos hemos dejado llevar por la concepción de nuestras percepciones, hemos querido jugar a ser dioses cuando el único juego posible es el de los alquimistas, esos sabedores del guión, del script, del storyboard, de la angulosidad de los bordes redondeados, de la captura de cada fotograma del mainloop de los neuróticos.

Esta es la verdad. La luz se apaga. El niño-adulto se ha hecho viejo y está desnudo otra vez. La casa vacía ahora es un páramo yermo y solitario. La soledad hace buena compañía cuando la epifanía ha revelado los secretos olvidados. El niño-adulto-anciano echa a volar, se eleva al cielo azul limpio de nubes, ya no llueve ni nunca llovió.

Nunca y siempre son momentos, medidas imprecisas pero preciosas de tiempo, ese inconstante mentor. El niño-adulto-anciano vuela, vuela alto hacia ese lugar que le es destinado. Allí donde está la inspiración, la creación artística, la zona de encuentro entre musas y artistas, donde el olvido no depende de uno mismo, sino de una hoja de papel en negro. Allí vuela, vuela, vuela…

Y cae.

Porque es tarde. Tarde para madrugar.

Pero no para soñar.

Como decía, que hayáis entendido o no una sola de mis palabras, es algo que me es tan indiferente como vuestra misma existencia. Aunque admito que, tras dos años escribiéndoos, empiezo a pensar seriamente que no podría vivir sin vosotros. Pero no os hagáis ilusiones, sigo esperando el día (o el año) en que me decida a arrasaros.

Claro que aun así seguiréis formando parte de mí, como yo de este micro-universo que se hace llamar diálogo lector-escritor, que en el fondo son la misma cosa.


“Todo lo que se sueña no puede dejar de soñarse.”
Gaiman, Neil

“Uno a uno, todos somos mortales; juntos, somos eternos.”
Quevedo, Francisco de

La Pequeña Febe | 13 de septiembre de 2009

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