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Los anales perdidos por Jose Antonio del Valle

Jose Antonio del Valle escribe la bitácora Vidas Ajenas y ha colaborado en www.Stardustcf.com y www.Bibliopolis.org. Los anales perdidos se publica el día 22 de cada mes y trata de ser una mirada a personajes e historias medio olvidadas por el tiempo.

El complejo de Eróstrato y algunas cosas más

Samuel J. Byck
Me parece que mi afición a las biografías raras viene de la historia de Eróstrato. Eróstrato fue un pastor de Éfeso empeñado en pasar a la historia al que no se le ocurrió mejor medio para ello que pegarle fuego al templo de Artemisa, una de las 7 maravillas del mundo antiguo. Después de mandarlo ejecutar, el rey persa Artajerjes, enterado de su anhelo, ordenó que su nombre fuese borrado de cualquier inscripción. Pese a todo parece que Eróstrato al final se salió con la suya lo que, entre otras cosas, hace que esté yo ahora escribiendo esto. Hace poco navegando por Internet (habría que alzar un altar a San Google en alguna parte) me enteré de que hay una cosa llamada “compejo de Eróstrato” que preocupa bastante a las policías de todos los países del mundo dado que los que lo sufren parece que tienen la tendencia a asesinar personajes famosos para conseguir los 15 minutos de fama que nos prometió Warhol; esto es, a coger por la calle de en medio de la peor manera posible. Tampoco nos debería de extrañar en esta realidad nuestra en la que las niñas ya no quieren ser princesas, sino cantantes de OT o pedorras del Gran Hermano. Un par de buenos ejemplos de esto (del síndrome de Eróstrato en su versión asesina, no en la pedorra) serían Mark David Chapman, el asesino de Lennon (qué manía de culpar siempre al pobre Salinger) y Samuel J. Byck, un vendedor de neumáticos de Philadelphia que un buen día de 1974,
Josua Norton
en un alarde de anticipación a su época, decidió estrellar un avión de pasajeros contra la Casa Blanca para eliminar al que según él era el símbolo de la podredumbre del sistema americano, Richard Nixon (no me negarán que la elección era buena). A Byck casi le salió mal la “erostratada”, mató a un policía y al copiloto del avión que pretendía secuestrar suicidándose luego, pero le habrían olvidado de no ser por la reciente película protagonizada por Sean Penn. Todo ello hace reflexionar sobre lo que es la fama, el pasar a la posteridad. Se supone que si no has hecho algo realmente grande, al final solo te recordarán tus familiares y seres queridos, y tu recuerdo morirá con ellos. Hay quien no soporta eso y acaba acercándose peligrosamente al límite que separa la excentricidad de la franca chaladura. Un ejemplo de lo que digo sería Joshua Norton, primer (y último) Emperador de los Estados Unidos de América y protector de México. Norton fue un comerciante de San Francisco que acabó en la indigencia y se paseaba por las calles de su ciudad con un uniforme y un sable. Nadie sabe si víctima de la locura sobrevenida a raíz de la pérdida de su fortuna o más bien como forma de sobrevivir a la miseria digna de uno de nuestros pícaros del Siglo de Oro. El caso es que hasta su muerte, sucedida en 1880, no solo contó con el afecto y el respeto de sus conciudadanos, sino que llegó a tener su propia moneda y a decretar la disolución del Congreso de los EEUU (que, evidentemente, ni se enteró de que estaba disuelto). Al otro lado del Atlántico y un poco más tarde en el hilo temporal, nos encontramos con Wilhelm Voigt,
Wilhelm Voigt
un alemán nacido en Tilsit en 1849. Ladrón de poca monta y asocial declarado, en 1906 había pasado más de veinte años en prisión. Ese año, vestido de capitán prusiano, detuvo en las calles de Berlín a un pelotón formado por cuatro soldados de la guardia que volvía de dar el relevo y persuadió a su sargento para que le consiguiese otros seis hombres con los que cogió un tren hasta la cercana localidad de Kopenick. Una vez allí, arrestó al alcalde y al cajero del ayuntamiento y les obligó a entregarle la caja de la casa consistorial, y los 4.000 marcos que contenía. A continuación ordenó a su escolta que trasladaran a los dos “prisioneros” a Berlín, mientras él salía de naja con su botín tan ricamente. El robo fue muy celebrado entre sus conciudadanos, aunque poco después nuestro “capitán”fue detenido y condenado a 4 años de prisión. Sin embargo, a los dos años estaba en la calle en medio del regocijo general gracias a un indulto del mismo Kaiser. Desde entonces, Voigt se convirtió en una atracción de feria que recorrió media Europa y parte de América contando la historia del “capitán de Kopenick”, gano lo suficiente para retirarse y, además, es un personaje inmortalizado por varias obras literarias (al igual que Norton).

Donde encontramos ejemplos más claros del complejo de Eróstrato es probablemente en la ciencia. Norton y Voigt quizás se vieron condicionados por su condición de indigentes, Byck y Chapman puede que por la enfermedad mental; sin embargo, personajes como Hugo de Vries, que ocultó durante un tiempo la autoría de Mendel sobre las leyes de la genética; Paul Kammerer, que parece que no dudó en falsificar sus pruebas que apoyaban el lamarkismo, o Charles Dawson, probable falsificador del famoso cráneo de Piltdown, tienen como única motivación aparente la consecución de la inmortalidad, aunque hay que decir en descargo de casi todos ellos que tiene que ser duro en extremo pasarse toda la vida investigando algo con el anhelo de hacer una aportación al conocimiento humano y ver al final de tus días que estabas completamente equivocado.

Luego está la otra cara de la moneda; me refiero a personajes que o bien no han sido reconocidos hasta hace poco, o bien nunca quisieron la inmortalidad o, al menos, seguro que no de la manera en que la llegaron a conseguir. Entre los primeros está Georg Esler, carpintero alemán que en 1939 quiso atentar contra la vida de Hitler para evitar que siguiese la guerra y que fue asesinado en prisión en 1945 cuando estaba a punto de ser liberado. Esler hasta hace poco era un completo desconocido para sus compatriotas, que hoy le consideran un héroe. Algo parecido a lo que venía sucediendo con el protagonista de la famosa foto de Robert Capa Muerte de un miliciano, al que durante años nadie puso nombre pese a llegar a ser casi un símbolo universal. Durante mucho tiempo se especuló incluso sobre la posibilidad de que fuese un montaje de Capa, hasta que en 1996 Mario Brotons, excombatiente en la misma guerra, sacó del anonimato al célebre muerto. Se llamaba Federico Borrell, miliciano de Alcoy, y probablemente nunca quiso ser un símbolo de nada. Por último contaré entre los “célebres sin querer” a un personaje que me encontré hace poco navegando por la red: Heinrich Severloh, conocido como “La bestia de Omaha Beach”, culpable al parecer (con su ametralladora) de más del 50% de las bajas americanas en su sector durante el desembarco de Normandía. Leyendo su historia a uno le da por pensar que es mejor no desear cosas que se pueden hacer realidad de semejante manera.

Y sin embargo, en la mayoría de los casos citados, se trata de historias de hombres normales y corrientes, carne de cañón, peatones de la historia cuyas vidas han llegado a nosotros en muchos casos por casualidad, pero que suelen decir más de la época que les tocó vivir que las de los gerifaltes de turno. Actualmente parece que lo que se lleva es precisamente eso; todo el mundo tiene su blog y casi todo el mundo nos cuenta su vida gracias a la red. No sé si todos los registros llegarán al futuro, en cualquier caso un exceso de “Eróstratos” puede hacer un retrato más fiel de nuestra época, aunque también más aburrido. Que conste que no animo a nadie a hacer su vida más divertida quemando el templo de Artemisa de turno, que conste…

Jose Antonio del Valle | 11 de agosto de 2006

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