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La guillotina-piano por Josep Izquierdo

La Factoría de Ultramarinos Imperiales ofrecerá a sus clientes, a través de la guillotina-piano —su dispositivo más acomodaticio—, un sinfín de discusiones vehementes sobre el arte y la cultura, y nada más. Josep Izquierdo es recargador de sentidos, contribuyente neto al imperio simbólico que define lo humano. Y si escribe, escritor.

Fútbol

No creo que exista ninguna foto mía jugando al fútbol. Ni siquiera con una pelota. Hechizados por la salvaje autonomía del detalle, las fotografías nos definen. El niño de pelo rizado que se tambalea ante la mesa camilla de su abuela, el mismo día en que la família se reúne en la cama del abuelo moribundo y el abuelo, que no vería su segundo cumpleaños, cogía tan fuerte la manita derecha que la oculta de nuestra vista, al tiempo que su padre cubre la izquierda. Y el niño, desconcertado, mira a la cámara. Con un par de años parece enfadado, babero y dientes de plástico, tanto que no parece consciente ni de la broma ni de la fotografía. La foto en que juguetea en el monte con una vara, aquella en que para un momento de gimotear aferrado a un torito de plástico aterciopelado para que el fotógrafo haga su trabajo; la foto de carnet de un niño triste y enfadado por el inminente naufragio del mundo, probablemente ya enfermo sin saberlo; en la que ya lo sabe y posa desfigurado por los antibióticos; en la que empieza a ser consciente de las consecuencias de la enfermedad, “A mis papás con mucho cariño 5-5-1974”, y que poco después decide que no volverá a pisar un estadio de futbol a no ser que su padre le obligue, primera manifestación de su oclofobia. Mi padre, presidente de la Unión Deportiva local, jamás insistió, y enmascaró su tristeza espoleando la carrera futbolística de mi primo, casi sin padre. La distancia entre el mío y yo en aquellos años de plomo sólo se resolvió mucho más tarde, cuando comprendí que su dedicación al club de fútbol local, como la dedicación a mi primo, era una forma de compromiso social, y su fútbol y mis libros nos llevaron a ambos a un común interés por la política.


Me recuerdo, sin embargo, jugando al fútbol. Una vez, al menos. En realidad hubo más, eso lo sé, pero sólo conservo la imagen mental de una. Puede que fuese inmediatamente antes de que me prohibieran cualquier esfuerzo físico, o justo tras regresar del reposo de meses impuesto por los médicos, pero creo que fue antes, en uno de los descampados que teníamos como patio, al lado de la vieja casa que nos servía de aulario, con los pupitres en la entrada de los carros y la mesa del profesor enfrente, en la cocina, junto a los ventanales por los que asomaban los naranjos del corral, que proporcionaban el premio para quien se sabía la lección. El recuerdo es brumoso, como la bruma que parece flotar en las viejas fotografías que han perdido la nitidez y nunca estuvieron del todo enfocadas. Recuerdo a mis compañeros apelotonados en una melé polvorienta ante nuestra propia porteria, y a mí mismo contemplándolos desde el área del rival, justificando mi inacción, en realidad mi profunda incomprensión de los mecanismos del juego infantil y callejero, en que se supone que el delantero debe estar arriba. Descubro con el recuerdo que la distancia que me separaba de mis compañeros nunca se ha reducido, a pesar de mis esfuerzos por achicar ese espacio.


Tardé tanto en entender el fútbol a la manera de mi padre como en entender la Ilíada. Me desconcertaba la imparcialidad de Homero entre aqueos y troyanos, y que la grandeza heroica de Aquiles residiera en la aceptación de su mortalidad (sobre mi está la muerte, y la Parca imperiosa) y en la humanidad de llorar con su enemigo por los muertos de uno y otro. Entendí que el fútbol habla de victorias efímeras y de derrotas irremediables, de enemigos capaces de llorar con su enemigo, y, en fin, de la ritualización de nuestro ser social. Tan soez y atrabiliario como nosotros, tan ordenado y solidario como podemos serlo, tan obscenos en la exhibición de la riqueza como nuestra sociedad les deja, y tan humanos, al fin, tan humanos.


Lástima que mi padre ya no esté para decirle que, al fin, lo entendí.

Josep Izquierdo | 21 de diciembre de 2012

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