El Ulises antiguo sólo navega por la fuerza de las circunstancias, impulsado al regreso por la ingeniosa victoria, y por la nostalgia y la añoranza. Ese Ulises es un marino circunstancial, para quien el mar es poco más que el sostén de su nave-caballo que le permite saltar de isla en isla. Pero, como le anuncia Tiresias en el Infierno, su lugar está en la tierra, y también su último lugar, cuando un hombre se cruce con él y al ver un remo sobre su hombro le pregunte por qué carga una pala para trillar el grano. Al fin y al cabo Ítaca es su riqueza, su propiedad, su razón de ser. Puede que ese movimiento sea precisamente el movimiento fundador de la filosofia (decía Novalis: "la filosofía es propiamente nostalgia, una pulsión a estar por doquier en casa, en el hogar").

Durante la modernidad, el viaje de Ulises es el viaje de la pérdida del sentido. Puede que la modernidad consista, precisamente, en dejar de lado la nostalgia y lanzarnos sin vergüenza al "alto mare aperto", morir, como quiso Dante para Ulises, en un mar austral, al que llegamos porque "vencer pudieron dentro de mí el ardor
/ que tuve de hacerme del mundo experto
/ y de los vicios humanos y de su valor." El ansia de experimentación física y moral, que, naturalmente, comporta el riesgo de perderlo todo, infecta la Odisea moderna desde los tiempos medievales: el ardor físico (llegar al cielo austral, "hasta que el mar se cerró sobre nosotros") castigado en Dante, el ardor moral castigado en Melville "después, todo se desplomó, y el gran sudario del mar siguió meciéndose como se mecía hace cinco mil años".