Libro de notas

Edición LdN
Jardín de flores curiosas por V.V.A.A.

Jardín de flores curiosas es una miscelánea, un cajón de sastre donde guardar aquello que no cuadra en otro sitio, una colección de inclasificables y desmedidos, de heterodoxos y raros, de apátridas de las artes y las letras, de huidizos del género. Una floresta que abre en LdN una ventana a aquellos textos que no tienen cabida en otro lugar de nuestro sitio y que merecen ser contemplados.

Un camisón azul de raso

por H.B.

Ángel, bestia, perra, princesa que llegaste montada
en un elefante de sombras y lentamente
le arrancaste el corazón
Una vez mi madre no vino al aeropuerto, pero me esperaba a la puerta de la casa como solamente una madre sabe esperar a un hijo. Pasó el tiempo y ya no me recibía a la puerta, ahora lo hacia en un sillón. Cuando volvía a verla seguía sentada, pero cada vez su voz era más débil, su sonrisa más apagada, su mirada más turbia, su abrazo más flojo, su beso menos sonoro. Esta vez el sillón estaba vacío. Me llevaron a la alcoba donde me esperaba un rostro ceniciento, unos ojos casi cerrados, una boca hundida y un ronquido agónico, un sonido entre animal y mecánico, como si alguien estuviera lijando su garganta con un cepillo de púas. La muerte estaba cercana. El ronquido se me ha clavado muy dentro y ahora que es de noche, que no puedo dormir, que hay un silencio total, oigo como si un pájaro ronco estuviera graznando o picoteando una fruta podrida muy cerca de la alcoba.

A veces parece que se nos va a ir. Al día siguiente cuando comentamos como la vimos el día anterior unos la encuentran mejor que ayer y otros peor. Una de mis hermanas comentó que había movido los dedos de los pies y parecía que hubiera sonreído. Si la señora que la cuida llama a mis hermanas y cierran la puerta no sabemos qué va a ocurrir. Todos estamos pendientes de cuando se abra. Anoche se quedó un momento sin respirar, luego tuvo fiebre, los brazos se le cayeron desplomados y llamaron al médico de urgencias que vino enseguida. Fue muy breve. Le recetó unos antibióticos y al salir cruzó los dedos deseando suerte. La receta era un poco como echar agua con un cuentagotas en el desierto. Cuando estábamos en los postres y mi hermana Carmen, que es la que la cuida y la que duerme con ella, ha dicho que iba a llamar a un sacerdote para que le dieran la extremaunción a todos nos ha parecido una exageración, como si la cosa no fuera con nosotros ni con ella. Alguien dice que hay enfermos que se recuperan después de recibir este rito. Nadie cree que se va a morir, nadie pronuncia la palabra muerte, los que están próximos a ella parecen que tienen una venda más gruesa que los que hemos venido hace poco y no vemos la realidad. Nos mentimos cada minuto que pasa. No sabemos si es una alegría el tenerla o es una tristeza. De alguna manera todos estamos pendientes de ella, todos intentamos ayudar aunque no sabemos cómo y a veces entorpezcamos más que ayudemos, pero no todos entramos cada minuto a ver si respira. Son las mujeres las más esforzadas en cuidarla, las que están cada minuto tocándole la frente o limpiándole las babas o cambiándola de ropa o diciéndole cosas tiernas. Los más cobardes son los hombres de la casa, hasta el punto de que parecen otros. Se quedan en el comedor sentados como ausentes, sin saber qué decir y algunos ni siquiera vienen a hacer la visita. A algunos hasta se les llenan los ojos de lágrimas cuando alguna de las hermanas sale de la alcoba y da las últimas noticias. Su presencia llena la casa y dan seguridad, pero no llenan la alcoba. Agrupados en el comedor nos damos fuerza, pero a veces nos encontramos como si alguien extraño estuviera merodeando la casa y nos impusiera una cierta inmovilidad, un silencio, una honda tristeza. Esta casa que en otro tiempo era una fiesta es ahora una casa tomada.

Deja de respirar, cambia la ceniza de su rostro a un rojo peligro, se desploma, se le hunde aun más la boca, se le pierde aun más la mirada y las mujeres corren por el pasillo a la alcoba. Cuando abren la puerta vemos en sus rostros la respuesta. Ayer, sin embargo, parecía que se quería quedar. La levantaron un poco, la sentaron en la silla de ruedas, la sacaron al cuarto de estar y una de sus hijas la recogió el pelo en una cola de caballo. Arropada con un chal morado se quedó casi toda la tarde como una imagen de madera románica, sin movimiento, la cabeza caída, una dolorosa con ocho puñales clavados en su corazón, mientras los pájaros cantaban en el jardín y los claveles y los geranios de la terraza ardían. La luz iluminaba su rostro con tal intensidad que la cera de sus pómulos se encendía. La persona que la cuida decidió pintarle las uñas. De pronto la tarde perdió su mirada, se nubló y amenazó lluvia. Mientras que un viento de cartón embalaba las ramas de los árboles yo pensaba que la mujer estaba pintando las uñas a la muerte. Al acostarla, antes de dormirse, nos miró con ojos turbios y enredados. Tenía la mirada como si se hubiera visto reflejada en un espejo.

Se ha muerto. Una de sus hijas quiere lavar el camisón arrugado que le acababan de quitar y que todavía conserva su calor. Otra viene con uno azul de raso, como de novia. Alguien entorna la puerta de la alcoba suavemente. Uno de sus hijos hace unas llamadas telefónicas. La médico llega al mismo tiempo que los de la funeraria. Los de la funeraria actúan con gran profesionalidad, apenas hacen ruido, hablan despacio, parecen sombras detrás de una sombra, bailarines en busca de la muerte: entran sigilosamente a la habitación, se acercan a la cama, retiran la colcha con cuidado, cogen el cuerpo en volandas, le ponen encima el camisón azul de raso, le envuelven en una sábana, se lo llevan como si fuera un pájaro herido: una presa de huesos para la tierra. El encargado habla con los familiares de las esquelas, de los nombres que hay que poner o no hay que poner, del tanatorio, de las distintas categorías de féretros y la calidad de la madera, del funeral, los recordatorios, del tramo del cementerio donde la van a enterrar… Lo hace con tanta naturalidad que pareciera que está programando una ceremonia de vida.

Lo peor es cuando se la llevan. Es como si el mar hubiera entrado a la casa de improviso. Desde que se ha muerto todo lo que ocurre parece que se hace por última vez. La señora que la cuidaba, la que ayer le pintó las uñas, arrodillada en la cama la abraza y llora. Llegan los hijos, suenan móviles por todas partes y de pronto cuando se la llevan se hace un silencio como si se hubiera llevado la palabra y el sonido. A primera hora de la tarde vamos al tanatorio. Es una habitación estrecha y agobiante. A través de un cristal miro a su rostro por última vez. Sí, es cierto, parece que está dormida y ha crecido en su rostro una sombra: la raíz de la primera noche sola. Un rostro maquillado de piedra caliza y tapada con una sábana blanca está durmiendo en una habitación rodeada de coronas de flores y de un Cristo. A estas horas de la noche ya habrá llegado otro cuerpo a hacerla compañía. Mañana se la llevará avariciosa para siempre dejándonos sin ella. Esta noche como si fuera una novia en su primera noche de boda dormirá con la muerte llevando un camisón azul de raso y las unas pintadas de rojo. En la casa alguien ha cerrado suavemente la puerta de la alcoba donde ha muerto.

Lo pasamos mal el tiempo que los del cementerio necesitaron para colocar la piedra que cerraría la sepultura. No rodaba bien, se desviaba y chirriaba. Uno de los albañiles repetía en voz baja: “No, no va, hay que volver a dar marcha atrás”. Bajar el féretro fue fácil como lo fue, cuando uno de los albañiles, saltó a lo hondo de la tumba y cogiendo rasillas que otro albañil le tiraba desde arriba, fue construyendo un tabique sobre el ataúd. No hubo tierra encima, solo una bóveda oscura y silenciosa entre el tabique y la losa. Cuando se alejaban alguien volvió la cabeza, ya la tumba sellada, y la vio llena de flores.

Estos días, después de su muerte, hemos salido por las mañanas a recorrer Toledo. Lugares por los que ella anduvo, en los que fue feliz y por los que pasó toda una vida. Lugares que nos devolvían su rostro, su cuerpo, su sonrisa. Si además el itinerario escogido estaba conectado a mi infancia era como visitar a un muerto por partida doble. Dolía volver a entrar como un extraño en iglesias donde pasé parte de mi infancia o sentarme en plazas donde jugué horas y horas o pasear por callejas por donde caminé solitario o volver a descubrir, ya de vuelta de la vida, una nueva gárgola en el patio del monasterio de San Juan de los reyes, un nuevo color en El entierro del Conde de Orgaz, de El Greco, un alizar azul de cerámica de Talavera o volver a encontrarme con la misma sombra en el mismo callejón que una vez de joven me preguntó “Vai solo?” como el ciclista en el poema de Pavesse. Quemaba pasar desconocido por mi barrio, ver la casa donde nací remozada, asomarme al Callejón de Bodegones y mirar la ventana de mi habitación y ver que ya no está, enterarme que casi todos los vecinos han muerto, los negocios cerrados, la calle de Santo Tomé convertida en un mercado de cerámicas baratas, damasquinados para turistas, camisetas ramplonas y mazapanes duros. Me faltaba el aire volver a donde fui un niño, a donde descubrí el chillido de los vencejos enajenados alimentándose de atardeceres rojos que me entristecían el alma. Oír el silencio de las campanas, las esquelas urgentes de las golondrinas era como entrar en un paraíso en ruinas con un bosque de columnas, de torres, de árboles, de sombras y de miedos. En la plaza de Santo Domingo el Antiguo, donde llegué a amar a la poesía, la sombra de Bécquer se deshacía, en la calle Alfileritos los coches prohibían caminar, en el Palacio de Santa Cruz la cenefa de la escalera del patio estaba acordonada, en el Arco de la sangre Cervantes esperaba a la ilustre fregona. Todo será recordado mañana como días con dolor de ojos y de labios, días que irán para siempre atados al vacío que se siente en la casa, en las veces que decimos su nombre, en las miradas furtivas que hacemos a su cama ahora que alguien se ha atrevido a abrir la puerta de su alcoba. En las rosas que dejamos una tarde plomiza de junio y que ya, como su cuerpo, son cenizas. Al llevarla el último ramo de flores retiramos las rosas que le pusimos el otro día y tú que eres la vida cortas tres de las rosas muertas que todavía conservaban un perfume hondo y de solera y me las das.

Un mes después cuando leo la palabra cementerio pienso en ella, cuando veo un pañuelo blanco de seda con el que cerraron la boca, pienso en ella, cuando digo la palabra “madre” ya no pienso en ella. Veo unos ojos vidriados y una boca hundida. Veo el rostro de la muerte.

No sabemos quien de sus ocho hijos abrirá la puerta de la alcoba

hb | 24 de agosto de 2008

Comentarios

  1. Cayetano
    2008-08-24 15:40

    Lei el texto, demasiado íntimo como para que pudiera comentarlo, aquí solo doy testimonio público de fe (el el hombre que escribe, en su pérdida). Por mi parte el duelo, y la muerte, es silencio. El recuerdo de lo que ya no es (o está): resurrección.

  2. María José
    2008-08-24 16:53

    Hilario, un texto precioso.

  3. Max Vergara Poeti
    2008-08-25 06:24

    Hilario:
    «...ça y est. Atteint. Comme frappe
    la mort brutale. Elle ne fauche pas.
    Elle n’éclate pas. Elle frappe silencieusement
    au ras du sang au ras du coeur,
    comme un ressentiment
    comme un retour de sang
    floc.
    médullairement
    C’est bon
    Je veux un soleil plus brilliant et de plus pure
    [étoiles]
    Je m’ébroue en une mouvance d’images
    de souvenirs nérétiques de possibles
    en suspension de tendances-larves
    d’obscurs devenirs
    les habitudes font à la vase liquide
    de traînantes algues – mauvaisement,
    des fleurs éclatent
    floc

    (On enfonce, on enfonce comme dans une musique.)

    (Ah! je sens l’enfer des délices et par les brumes nidoreuses imitant de floches chevelures—respirations touffues de vieillards imberbes—la tiédeur mille fois féroce de la folie hurlante et de la mort.)

    ESSENTIEL PAYSAGE. Le ciel bâille d’abscence noire… vide.»

  4. Ana Lorenzo
    2008-08-28 20:43

    Supongo, Hilario, que el tiempo hará que cuando digas «madre» vuelvas a ver a la que te esperaba a la puerta de casa como solo una madre sabe esperar, o a la que se aferra al hijo que vuelve de lejos a visitarla.
    Qué precioso texto, donde la madre y la muerte reposan juntas esa última noche —ella con su camisón azul de raso como una novia—, de dolor para los que se quedan.
    Un beso enorme.

  5. Phill
    2008-08-29 03:46

    Precioso, rotundo, real, buenísimo.

    Saludos

  6. hb
    2008-09-02 07:24

    Honradamente no sé qué decir, como no sea que estoy muy agradecido a todos los que han escrito aquí y a los que lo han hecho en privado. Es bueno saber que uno no está solo. Muchas gracias!!!


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