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En casa de Lúculo por Miguel A. Román

Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.

Cocido Maragato

“Una mordaza de melancolía hizo enmudecer a los viajeros desde el puente romano del Gerga, a la salida de Astorga, hasta Boisán, donde la Naturaleza se embravece y se engalana con raros alardes de hermosura para subir al Teleno: tomando la «senda de los peregrinos», Murias de Rechivaldo, Castrillo de los Polvazares y otras poblaciones de nombre sonoro y muerta fisonomía, se aparecieron en el páramo como esfinges, al través de los medievales caminos de herradura” (Concha Espina: La Esfinge Maragata)

Castrillo de los Polvazares se alza como un universo pétreo y adusto, con esa ensoñación antigua y machadiana, llena de silencios y horizontes, que empapa la piel ancha de la llanura leonesa.

Enclavada en el corazón de la Maragatería, a escasa distancia de la más mundana Astorga, los muros hidalgos pregonan un pasado donde la arriería, puente de mercancías entre Galicia y Castilla, dejó sus buenos dineros.

De cuanto podamos imaginar cómo fueran aquellos tiempos, aún perduran dos signos que resisten el avance de la tecnología y sus modas: La una es el resonar, por sus calzadas de cuarzo y pizarra, de las botas de los peregrinos que buscan más allá de los montes una concha de vieira y la remisión de sus pecados.

La otra, que es la que en este espacio viene a cuento, es el cocido maragato, auténtica perla culinaria de la región y que en diversas hosterías, ubicadas en casi cada una de las pocas esquinas con que cuenta la aldea, elaboran en ruda competencia en pureza y calidad, a mayor satisfacción del comensal avisado.

No hay milagro sino que, al contrario, era lo previsible: en este enclave del planeta confluyen excelentes ejemplares de porcino y vacuno, la secular técnica de la cecina y los muy prestigiosos garbanzos maragatos (el “pico pardal” de Valdeviejas). Y con tales mimbres pergeñaron los leoneses un plato —mejor dicho: tres, un almuerzo completo– pariente inequívoco de tantos otros pucheros de nuestra geografía, pero con un distintivo enormemente personal: los “vuelcos”, que es como se llama a cada una de las sucesivas raciones, se han de servir en orden inverso al común de los cocidos hispanos.

Esto es, que de primero vendrán las carnes, las cuales, y según las distintas voces que afirman defender la versión tradicional, han de ser siete, nueve u once (coinciden al menos en que sean impares). Entre los nominados: chorizos, oreja, manitas, lacón, tocino, panceta, gallina, costilla, morcillo de vaca…, y el nada infrecuente añadido de “relleno”, una pelota de huevo, miga de pan, ajo, perejil y sustanciosos recortes de los antecitados cárnicos. La cuestión de si ha de incluirse o no la cecina como integrante del cocido ha hecho correr rios de tinta y podría jurar que incluso algún arroyuelo de sangre humana, así que lo dejaré ahí.

En segundo lugar los garbanzos limpios y bien enteros, aunque cocidos casi al punto de manteca, bautizados con aceite de oliva crudo y escoltados de una discreta berza, repollo guisado. Sorprende que frente a la largura en músculo animal se sea tan tacaño en la presencia de verdura, pues no hay aquí zanahoria, ni apio, ni cebolla ni nada más que alguna patata que, genéticamente, llevará en esta receta dos siglos como mucho.

Por último un caldo, cálido y bermejo, que ha compendiado en sí mismo cuanto de bueno en sabor daban los anteriores ingredientes y que, si bien podría librar esta batalla por sí solo, suele acompañarse bien de fideos, bien del remojón sopero del pan de hogaza.

Esta sorprendente sucesión de los vuelcos de esta obra magna culinaria ha sido explicada tanto desde la leyenda como de la etnología. Una de las fuentes cuenta que las tropas maragatas recibían primero la porción más enjundiosa no fuera que el enemigo, en su afán de fastidiar, interrumpiera con su ataque la colación antes de que se diese fin al menú completo.

Otra dice que es el frío cristalino de la planicie leonesa el que decidió que el caldo ocupara el último lugar en la secuencia de platos, ya que siempre aceptaba recalentarse (e incluso mantener sobre las brasas remanentes) mientras que las carnes, más sensibles a la temperatura ambiente, debían abrirse camino mientras aún conservaran el calor de su cocción.

Una tercera intenta explicarlo por la parquedad de vajilla y cubiertos entre los zafios arrieros que desarrollaron el cocido, siendo el caldo el lavatorio final sobre el mismo plato de las anteriores porciones, rebañado por fin con el pan de hogaza.

Quizá, en fin, ninguna de las anteriores sino la muy comprensible impaciencia del comensal que no puede esperar al término de la formulación —ni encuentra razón para hacerlo- y va llevándose al plato el condumio según va saliendo a la luz y, claro, primando lo más magro. Total, si al final ha de sobrar algo (porque la anatomía digestiva no pueda contener más), más vale que sobre sopa, que no “chicha”.

Sea como fuere el cocido maragato tiene puesto propio y destacado en el firmamento de nuestra cocina regional, y ello no por la anécdota de su presentación, sino por la rotundidad reverenciable de sus productos y su factura, colación que se vuelve ya espiritualmente completa con la compañía de los muy serios vinos de la zona, basados en la uva “mencia”, y el postre de natillas.

Un orgullo para los maragatos y un deleite, otro más, para el viajero.

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Qué
Dónde
Cómo
Con qué

Miguel A. Román | 12 de enero de 2013

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