Libro de notas

Edición LdN
el ojo que ve por María José Hernández Lloreda

Se volcarán aquí, cada día 27 de mes, una serie de reflexiones personales —aunque no necesariamente de ideas originales— sobre la mente, la realidad y el conocimiento. La autora es profesora del Departamento de Metodología de las Ciencias del Comportaminento de la Facultad de Psicología de la UCM. En LdN también escribe Una aguja en un pajar.

No, a la gente no gusta que

Hace tiempo que llevo con resignación el fin de la utopía. No sé si es fruto de mi edad o de que realmente el experimento ha fracasado. Crecí creyendo que la tolerancia hacia las ideas o decisiones de los demás era un logro de nuestra época, que con la educación en las nuevas generaciones eso estaba ya hecho y no había marcha atrás. Lo bueno de no someter a prueba una utopía es que podemos mantenerla eternamente en el mundo de las ideas y así no llevarnos el chasco si fracasamos en nuestro intento. Pero en ocasiones algunos consiguen los medios para hacer el experimento y este fracasa, es decir, no sale lo que a uno le gustaría, porque el fracaso en un experimento es en cierto modo algo subjetivo. Y el problema es que algunos de estos experimentos tienen lugar con sociedades completas, tanto las grandes revoluciones como las pequeñas reformas no dejan de ser experimentos en los que todos participamos, a veces de forma voluntaria y en la mayoría de la ocasiones, por desgracia, de forma involuntaria. Y aunque la teoría tuviera buenas intenciones, al final lo que cuenta es el resultado.

En este caso el experimento consistía en la implantación de un sistema educativo que llevaría a un hombre mejor y en el que habíamos puesto todos muchas expectativas. Era una teoría bonita: con la educación conseguiríamos demostrar que el ser humano (“que es bueno pero la sociedad lo estropea”) tiene como parte esencial de su naturaleza la tolerancia.

Ya sé que muchos no compartirán mi sensación de fracaso; uno le tiene apego a su teoría y al final lo que cuenta, como en el fútbol, son las emociones y no los análisis racionales. De alguna manera intentamos aferrarnos a ella y pensamos que lo que no hemos hecho bien es el experimento, para mantener la teoría y la esperanza intactas. Pero a mí me cuesta mucho desechar la parte racionalista, es más, me gusta utilizarla, me gusta el pensamiento de tradición occidental; donde se ponga Kant que se quiten los Haikus. Y cuando consigo desmarcarme de mis emociones, lo que veo es que hemos fracasado.

He oído decir por activa y por pasiva que hay que ser tolerante, que se puede pensar distinto y eso no debe suponer un problema. Durante los años de mi juventud parecía así; yo tenía la sensación de que se podía expresar cualquier idea y que no tenía consecuencias importantes pensar distinto. Pero he tenido ocasión de ir comprobando a lo largo de estos últimos años, no sé si porque algo ha cambiado o porque yo he cambiado, que no se tolera lo más mínimo la discrepancia. Porque estaremos todos de acuerdo en que no se trata simplemente de no matar o no meter a alguien en la cárcel por sus ideas, eso ya lo dábamos por sentado, estamos en una época y una sociedad privilegiada y ya sabemos que otros ni siquiera tienen eso. Por ese motivo la comprobación del experimento era tan pertinente: en un mundo en el que la libertad no estaba amenazada, la educación debía funcionar. Pero convendremos en que tolerar es algo mucho más profundo: se trata de no sentirse emocionalmente atacado por ideas que no nos gustan o no compartimos.

Seguro que todos y cada uno de nosotros pensamos que sí lo somos, seguro que yo sí. ¿Y por qué la mayoría tenemos esa sensación? Porque hacemos la prueba con las ideas equivocadas, con las que no se toleraban en generaciones anteriores y nos han enseñado a tolerar. Tampoco puede hacerse la prueba con ideas que sean parecidas a las nuestras o que no nos interesen lo más mínimo. Ha de hacerse con aquellas que van directas a nuestra línea de flotación. Y es que las ideas están sostenidas por la emoción y cuando las atacan nuestra emoción se rebela con ellas e intenta defenderlas a toda costa; es casi una sensación fisiológica la que nos impele a la defensa. Por eso, muchas veces una simple discrepancia se vive como un ataque personal. Y es humano, no siempre estamos en condiciones de poner en tela de juicio nuestros fundamentos.

Así que al final lo que cambia es el contenido de lo que no se tolera, pero no la lógica. Muchas veces uno se descubre argumentando como lo hicieron generaciones anteriores: “es que eso sí es intolerable” y en verdad que nos lo parece.
Y es que, como los virus mutan para lograr abrirse paso, las formas del totalitarismo también. Las del pasado las vemos venir y ya tenemos el antibiótico contra ellas, pero desconocemos la mecánica de las nuevas mutaciones y es obligación de cada generación descubrirlas. Últimamente me pregunto si no es la propia educación la que ha propiciado la mutación. En el fondo se nos ha educado en qué es lo que se debe tolerar, nos han dado el manual del buen tolerante si hubiéramos vivido en la generación anterior.

De esta manera las herramientas que uno debería utilizar para analizarse a sí mismo, para ver la viga en nuestro ojo y no la paja en el ajeno, no ha hecho sino acrecentar la paja en el ajeno, puesto que nos han enseñado a utilizarlas para desmontar argumentos de generaciones anteriores y así intentamos desmontar los argumentos de los demás. Y dándole vueltas, se me ocurren tres grande mutaciones:


  1. El argumento de autoridad ha sido reemplazado por el argumento del consenso y de la mayoría. SI la mayoría lo decide, pues santa palabra. Recuerdo una entrevista en la que una “escritora” del nuevo establishment, ante una pregunta sobre la novela experimental afirmó: “la novela experimental ha muerto, prueba de ello es que en esta mesa redonda estamos tres novelistas y ninguno escribe novela experimental”, es decir, demostrado por unanimidad en mesa redonda. Qué mejor forma que terminar una buena discusión que con una votación, ya no hay más que decir.

  2. La “duda metódica” pero aplicada a las ideas de los demás. Se ha transformado en el arma arrojadiza para salir vencedor de cualquier contienda: “¿no piensas que puedes estar equivocado?, ha pasado muchas veces que ideas que se tenían por ciertas luego se han demostrado falsas.” El problema es que no podemos distinguir cuáles van a ser las que en un futuro se demuestren falsas y cuáles no. Si uno se toma en serio esta duda metódica, debería mantener la mente en blanco. Pero lo más increíble es que nadie aplica la duda a sus propias ideas (objetivo fundamental de este procedimiento), sólo a las de los demás. Esta unida al relativismo, que merece un ojo aparte, acaban con la defensa de cualquier idea.

  3. La forma. No sólo no se toleran ideas diferentes sino que tampoco formas diferentes de expresarlas, todos tenemos que ser homogéneos, políticamente correctos. La forma prima sobre el fondo. Se trata de decir las cosas de manera que, aunque te esté llamando hijo de puta, parezca que respeto profundamente tus ideas, y si el receptor del insulto se da cuenta (lo que suele pasar) los demás pensarán que está loco, con lo educado que tú eres. Yo soy más de: ¡Señor, líbrame de los mansos, que de los bravos me libro yo! Curiosamente admiramos del pasado a los que no siguieron las formas, a los que no fueron políticamente correctos (qué gracioso Valle-Inclán que pateaba las obras que le parecían malas) pero rechazamos a los que no las guardan ahora. ¿Por qué? porque al fin y al cabo a ellos los sufrían otros. Lo fundamental es no sentirse aludido. Yo sé que si en mi texto, no hubiera puesto ningún nombre, no habría generado ningún problema, cada uno coloca allí el nombre que considerara oportuno y nadie se da por aludido. Pero eso no vale, eso no es expresarse libremente, eso no contiene información práctica. Y la crítica “constructiva” ha devenido en decir sólo cosas buenas, no sólo han de cuidarse las formas sino el contenido, ejerciendo la crítica sin el menor atisbo de crítica, porque cualquier discrepancia convierte la crítica en crítica destructiva y esa la hemos prohibido.

Así que a pesar de todo seguimos rechazando a los que no siguen al abanderado de nuestras ideas, a los que no tienen ideas que son las adecuadas para nosotros. No los metemos en la cárcel, no los matamos (ya es muchísimo), pero siguen teniendo su buena dosis de marginación social y emocional. Y además los hemos dejado más desarmados que antes, puesto que no lo toleran los abanderados de la tolerancia. Mi sensación es que las nuevas generaciones son más intolerantes que lo fueron las inmediatamente anteriores, no hablo de la mía para que no parezca eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor, porque están completamente convencidas de que están en la “bondad” absoluta.

Quizá deberíamos reconocer que no calibramos bien al hombre y acercarnos más a la naturaleza humana. Comprender que quizá nunca tenga fácil tolerar las ideas de los demás, puesto que al fin y al cabo la evolución de las ideas debe parecerse mucho a la evolución de las especies y qué mejor motor para la supervivencia que la defensa emocional de millones de individuos, como pasa con los aficionados al fútbol.
Sólo se me ocurre un pequeño consejo, deberíamos observarnos un poco y si vemos que nuestro sistema emocional se activa demasiado cuando alguien piensa distinto de nosotros, deberíamos contar hasta diez antes de disparar.

María José Hernández Lloreda | 27 de mayo de 2009

Comentarios

  1. Ana Lorenzo
    2009-05-27 13:01

    Me gusta tu artículo. Estoy de acuerdo con las tres grandes mutaciones, a pesar de que yo no identifico «guardar las formas» con lo «políticamente correcto», aunque supongo que tú tampoco, ahora que releo.
    Pero hay una cosa en la que me parece que se ve que yo estoy más vieja que tú, María José :-); cuando veo que la gente está hablando de emociones, desde el principio, no emito juicios ni traigo a colación criterios de autoridades; o me callo, o estoy ahí, a su lado, compartiendo, ya conmemorando lo bueno (si es el caso de las elegías a Benedetti), ya consolando a una amiga (si es el caso de que ha decidido abortar). Entonces, creo, es fallo mío si trato, en ese momento justo, de pasar por encima de los sentimientos e ir a las argumentaciones de ideas y hechos. Pero es mi opinión, claro, y aquí no hay criterio de autoridad, porque no soy ninguna filósofa ni experta.
    Un beso.

  2. María José
    2009-05-27 14:19

    Totalmente de acuerdo Ana, pero has introducido algo diferente que estuve pensado si tratar o no y como se alargaba mucho lo he dejado para otra ocasión. No se deben aplicar las mismas cosas a todos los tipos de interacciones. Así que esto no se aplica a cuando alguien está hablando de emociones. Aquí trato sólo de las ideas sostenidas por la emoción, de hasta qué punto eres tolerante con ideas diferentes. Jamás me pongo a argumentar con nadie sobre la intimidad de su vida (si alguien decide abortar o hacerle un homenaje a Benedetti), pero es que ese tipo de cosas son de otra naturaleza. Es más, si a mi hijo le encantara Benedetti (ahí es donde se pondría en juego mi capacidad de tolerancia :) le compraría las obras completas. Pero si me pregunta si me gusta, le diría que me parece muy malo y sólo espero que eso no nos separe emocionalmente porque no tiene ningún sentido.

    Y lo de políticamente correcto se aplica tanto a las formas como al contenido. Y no hablo de formas exageradas (agredir, insultar… ).

  3. Cristina
    2009-06-03 11:27

    Plenamente de acuerdo, Maria José. Fantástica, como siempre.

  4. Victoria
    2009-08-21 08:56

    Caí de casualidad en esta página y la verdad es que escribes muy bien, los temas están interesantes y dan para discutir y argumentar. Desde Uruguay: Felicitaciones y saludos!


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