Libro de notas

Edición LdN
El detective del País Borroso por Francisco Serrano

En el último estante de una librería de viejo se encontraron siete cuadernos de tapas rojas escritos a mano, acompañados de notas, extrañas láminas, recortes de periódicos desconocidos y esbozos de artefactos imposibles. El manuscrito narra las peripecias de un detective privado en un mundo sin duda diferente al nuestro, poblado de monstruos y eventos fantásticos. Francisco Serrano se ha arrogado la tarea de dar forma y sentido a estas memorias en “El detective del País Borroso” y Mireia Pérez a ilustrarlas ocasionalmente.

Gul: Parte Cuarta

Giovanna y yo establecimos pronto una rutina cómoda durante las largas ausencias de mi abuelo. Yo seguía fatigando libros y manuscritos en el despacho y la biblioteca de la casa de los Pirineos y ella paseaba por la casa, contemplando cuadros, fetiches, criaturas disecadas, tocando esculturas de teca o ébano, haciendo crujir las tablas del suelo con sus pies pálidos y descalzos. A veces se sentaba en la terraza trasera a beber café, lo bebía por cafeteras más que por tazas, y a leer novelas baratas de espías y otras veces se ponía su gabardina, como si tuviera mucho frío, un frío imposible en aquella primavera, un frío medular, polar, un frío azul como un cuchillo, y salía al patio o a los caminos forestales de la comarca y paseaba, el pelo negro recogido, las gafas de sol incrustadas en el rostro, como una doliente, una viuda, la plañidera de un funeral infinito camino de sus oficios.

Eso durante el día y los crepúsculos primaverales. Por la noche nos reuníamos en la habitación del proyector y veíamos películas antiguas. La colección de mi abuelo, bastante amplia pero que no llegaba mucho más allá de los años sesenta, era casi toda de western y cine negro. Abríamos las latas redondas, colocábamos la película en el proyector y después nos acomodábamos en los butacones frente a la pantalla, yo bebiendo té, ella fumando. Vimos Río Bronco, El silencio de un hombre, Manos rotas, La mansión Winchester, Perdición, una o dos películas cada noche, ya he olvidado la mayoría. Yo contemplaba su rostro de soslayo, sus ojos oscuros clavados en la pantalla, en un deslizar de mercurio y plata incandescente, el cigarrillo ardiendo en sus labios y el humo dibujando arabescos de sombra en las imágenes. Si bien no había desaparecido el frío de sus huesos algo había recuperado, su rostro era más pleno, sus ojeras menos pronunciadas, y seguía siendo bellísima y leonina.

Un día, tras uno de sus paseos de gabardina, volvió sin las gafas de sol y con la gabardina abierta, los pantalones manchados de tierra. Me crucé con ella en el pasillo de la planta de arriba y me miró como ida, con una sonrisa ausente. ¿Qué te ha pasado?, dije.

¿Cómo?, dijo y después se miró la ropa manchada y desarreglada. Oh, nada, tropecé y caí por un terraplén. Quería ver los ibones que hay entre los bosques, arriba en la montaña.

Ah, están muy escondidos.

No los he encontrado, dijo. Me desorienté y acabé cayéndome.

¿Estás bien?

Sí, sí, claro. No ha sido nada.

Se giró hacia la puerta de su habitación y entonces se detuvo y dijo: ¿Hay algún pueblo en la montaña?

No, que yo sepa.

Una iglesia, una ermita o algo.

No lo sé. Es posible. ¿Por qué?

Negó con la cabeza y se metió en la habitación. A la vuelta de mi abuelo, que mencionó vagamente haber estado en Marruecos solucionando un conflicto entre brujos, todo comenzó a torcerse. Llegó, como era habitual, en su coche, dejó sus maletas en el recibidor y subió a sus habitaciones sin anunciarse de ninguna manera. Nosotros estábamos viendo una película en la sala del proyector, pero lo oímos llegar. Giovanna se puso tensa al instante y logró aguantar unos minutos, nunca salía a recibir a mi abuelo en cuanto llegaba, lo trataba con una distancia similar a la mía, pero al final se levantó y dejó la película a medias. Yo terminé de verla, porque no se me ocurría qué más hacer, y al subir a la segunda planta los escuché discutir en la habitación de mi abuelo. Hasta entonces la convivencia entre ellos había sido de una pulcritud extrema, antinatural, sobre todo en dos personas que aseguraban haberse casado o algo por el estilo. Dormían en habitaciones diferentes y si había visitas nocturnas o encuentros de otro tipo nunca lo supe. Me intrigaba pero desde luego no se lo iba a preguntar a ellos. Supongo que también prefería imaginarlos castos, atados en un matrimonio simbólico y no consumado, para que ella no fuera todavía más inaccesible. Así que aquella discusión, el intercambio de frases ásperas ahogado por las recias puertas de roble, me turbó no tanto por lo repentino y misterioso de su origen sino porque delataba la auténtica intimidad entre ellos, la violencia soterrada, la tensión, la agresividad que incluso yo con diecisiete años sabía que se catalizaba en el sexo y era allí donde hundía sus raíces y no en otra parte. Sobre qué discutían prefería no saberlo. No me dio tiempo a llegar a mi habitación cuando mi abuelo salió al pasillo, por una vez sin su chaqueta de cuero, en mangas de camisa y mordiendo un cigarro sin encender todavía. El pelo le caía sobre la frente y me miró desde el lado de su rostro marcado de cicatrices. ¿Tú no tenías que haber vuelto ya con Devries?, dijo.

He preferido alargar mis vacaciones, dije, encogiéndome de hombros.

Movió el cigarro en los labios, mirándome fijamente. Ven, dijo y echó a caminar hacia la terraza. Allí se detuvo junto a la barandilla y se subió las mangas de la camisa como si se dispusiera a darle una paliza a alguien. ¿Cómo están las cosas por la casa?, dijo.

¿Aquí?

Aquí, sí.

Bien, supongo. Tranquilas.

Encendió el cigarro y sopló el humo. Arriba había una infinidad de estrellas y las montañas relucían blancas, arropadas por la negrura total de los bosques. ¿Cómo está ella? ¿Mejora?

Creo que sí. Tampoco sé lo mal que estaba antes…

Ya, ya. Ni quieres saberlo, muchacho. ¿Sale mucho a pasear?

A veces.

A veces, dijo mi abuelo. Mordisqueó el cigarro. Me volvió a mirar, aunque esta vez desde la parte inmaculada de su rostro. ¿Cuántos años tienes ya?

Diecisiete.

Él asintió. Yo a tu edad… Bah, déjalo. Ya eres un hombre y ya has visto cosas que no ha visto mucha gente. No eres idiota o por lo menos eres mucho más listo de lo que yo era con diecisiete años.

No supe qué responder a aquello. Era lo más sorprendente que le había escuchado decir en mi vida.

Tienes que vigilarla por mí, dijo. Hablaré con Devries si hace falta para que atrase tu plan de estudios o lo que sea que tenga preparado para ti.

¿Por qué quieres que la vigile?

Se sacó el cigarro de la boca y sacudió la cabeza. Me he expresado con demasiado dramatismo, dijo. Solo quiero que no esté sola, ¿de acuerdo?

De acuerdo.

Acompáñala en sus paseos, dijo. Que no se pierda.

Claro.

Me puso una mano en el hombro. Una mano enorme, dura, áspera como lija. Dedos que se le habían roto en algún momento y se le habían vuelto a soldar nudosos como sarmientos. Una mano habituada a empuñar armas y a cerrarse en un puño, una mano indistinta de un arma en realidad y que pesaba sobre mi hombro como espada de reyes. Esto es importante, dijo. Que no se pierda.

Entiendo.

Te preguntará, querrá saber. No la lleves nunca al otro lado.

De acuerdo.

Me apretó el hombro y salió de la terraza dejando su peste de tabaco persa. Yo me apoyé en la barandilla, demasiado consternado para echarme a temblar. Al rato volví a mi habitación. Por el pasillo los escuché hablar todavía. No creo que ninguno de los dos durmiese o abandonase la habitación aquella noche.

Francisco Serrano | 21 de marzo de 2013

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