Libro de notas

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De lo animal, lo humano y lo divino por José Fco Zamorano Abramson

Psicólogo y músico. Doctorando en comportamiento animal (Etología). Su trabajo se enfoca principalmente en el comportamiento social de los Cetáceos (ballenas y delfines) y otros mamíferos marinos. Tratará aquí, cada día 2, de cuáles son las “pautas que conectan” el comportamiento del ser humano con los demás animales, sustentando la idea de la “interrelación” entre todo lo vivo, a partir de una integración de diversas disciplinas tales como la Etología, la Psicología y la Ecología.

Moscas con libre albedrío II

“Yo (Dios) te he dado vida y muerte, bendición y maldición: escoge vida” Deuteronomio 30:19

“No estamos aquí porque somos libres, sino porque NO lo somos”
Agente Smith: Matrix II

Se trate de una mosca u otro animal, un robot o un extraterrestre, ¿cómo podemos realmente discernir si alguno de estos seres tiene libre albedrío? El científico Stephen Hawkins en su último libro “El gran diseño” plantea que en el caso hipotético en el que nuestra especie se encontrara con un alienígena, realmente no tendríamos cómo saber y estar seguros de si este es realmente un ser vivo con voluntad propia o solo un robot biológico incapaz de tener libre albedrío. La clave es que el comportamiento del robot estaría completamente determinado, a diferencia de un ser con libre albedrío, por lo que podríamos, en principio, detectar al robot frente a de un ser ”consciente” de otro planeta si verificamos que éste es un ser cuyas acciones pueden ser totalmente predichas. Esto parece fácil en términos conceptuales, pero a la hora de elaborar una prueba práctica puede ser muy difícil o prácticamente imposible si el ente es de gran tamaño y complejo en su estructura, ya que aún la ciencia ni siquiera puede resolver exactamente todas las ecuaciones posibles para tres o más partículas simples en interacción mutua. Dado que un alienígena del tamaño de un humano contendría unos mil billones de billones de partículas, aunque este fuera un robot sería imposible resolver sus ecuaciones y predecir lo que va a hacer. Por lo tanto, según Hawkins, tendríamos que decir que cualquier objeto complejo (con gran cantidad de componentes) tiene libre albedrío, no como característica fundamental, sino como una admisión de nuestra incapacidad para llevar a cabo los cálculos que nos permitirían predecir sus acciones.

Pero el problema del libre albedrío no solo atañe a otras especies animales diferentes de la humana, a los robots, a los programas de inteligencia artificial o a posibles extraterrestres, sino que incluso discernir si nuestra propia especie realmente posee libre albedrío es un asunto peliagudo. Por ejemplo, el filosofo Spinoza comparó la creencia del hombre en el libre albedrío con una piedra que piensa que escogió el sendero al cual llegó por el aire y el lugar en el cual aterrizó. En palabras del filósofo, “las decisiones de la mente no son nada salvo deseos, que varían según varias disposiciones puntuales”, “no hay en la mente un absoluto libre albedrío, pero la mente es determinada por el desear esto o aquello, por una causa determinada a su vez por otra causa, y ésta a su vez por otra causa, y así hasta el infinito”, “los Hombres se creen libres porque ellos son conscientes de sus voluntades y deseos, pero son ignorantes de las causas por las cuales ellos son llevados al deseo y a la esperanza”. Schopenhauer, en la misma línea que Spinoza, escribió, “Todos creen a priori en que son perfectamente libres, aún en sus acciones individuales, y piensan que a cada instante pueden comenzar otro capítulo de su vida… pero a posteriori, por la experiencia, se dan cuenta —a su asombro— de que no son libres, sino sujetos a la necesidad; su conducta no cambia a pesar de todas las resoluciones y reflexiones que puedan llegar a tener. Desde el principio de sus vidas al final de ellas, deben soportar el mismo carácter…”

Sin entrar en un asunto tan complicado y debatido como la posible rigidez del carácter de cada uno, pensemos en cualquier acción compleja que podamos realizar, como tocar un instrumento musical, o en algo más extendido entre la población, como conducir una bicicleta o un coche, ¿cuántas de las acciones requeridas parea realizar la maniobra esta pensando realmente y “eligiendo” conscientemente mientras las ejecuta? Al comienzo, para aprender a realizarlas, usted fue paso a paso de forma deliberada y consciente y, tras mucho ejercitarlas, estas se hicieron prácticamente “automáticas”. Mientras usted conduce decide asuntos como virar hacia la izquierda o la derecha, pero la mayoría de las acciones implicadas en esta acción son ya automáticas e inconscientes, y si se le cruza sorpresivamente un peatón seguramente racionalizará lo sucedido pero (menos mal) después de haber apretado el freno y haberlo esquivado. Pues bien, nuestra conducta habitual está llena de automatismos inconscientes que hemos adquirido a partir de la interacción entre nuestra información genética y el aprendizaje en el ambiente en el que nos desarrollamos, siendo nuestro razonamiento la punta del iceberg de toda una suma de procesos neurológicos que responden de forma automática al ambiente que nos rodea.

En un famoso experimento realizado en década de los 80, el neurólogo pionero en el estudio de la conciencia Benjamín Libet constató que los llamados “potenciales de preparación” para una acción eran anteriores en unos 300 milisegundos a la conciencia del sujeto de tener voluntad para realizar esta acción. Esto significa para muchos investigadores que es más bien la “preparación cerebral” la que activa la decisión de realizar una acción y no al contrario, como se suele pensar. Esto condujo a la conclusión de que el mecanismo necesario que lleva a la acción se produce en el cerebro inconsciente al margen de la decisión del individuo, y la “conciencia de la voluntad” surge después como la “ilusión” de haber sido su causa real. Estas resultados apoyaban de alguna manera la teoría “epifenomenalista” de la conciencia según la cual ésta no causa efectos neuronales físico-químicos (no causa las acciones), sino que es sólo un testigo del determinismo neural de la conducta. No es más, por tanto, que una “ilusión” el que la conciencia cause la conducta. Así, en cualquier conducta realizada en forma automática, los potenciales de acción han ido activando, sucediendo y consumando acciones no sólo con anterioridad a la “conciencia voluntaria” como la llamó Libet, sino incluso en ausencia absoluta de ésta. Esto es exactamente lo que ocurre cada vez que realizamos acciones “sin darnos cuenta”.

Si este fuera el único proceso que rige nuestra conducta y, por ende, solamente fuésemos una suma de automatismos, entonces no tendríamos más remedio que afirmar, como Spinoza, entre otros muchos pensadores, que estamos totalmente determinados, que somos realmente meros “autómatas”. Como diría Schopenhauer “Un humano puede hacer muy bien lo que él quiere, pero no puede hacer lo que él quiere”. El asunto crucial es que, tal como decía en la primera parte de este artículo incluso las moscas no tienen un comportamiento meramente automático, pueden elegir con cierta “flexibilidad” entre varios cursos de acción!

¿Tenemos o no tenemos, entonces libre albedrío?

Podemos considerar al libre albedrío como la elección del organismo de uno (o varios) automatismos (conductas ya aprendidas) más adecuados para responder a un ambiente y contexto determinado. Visto así, sería una capacidad no exclusiva del ser humano. El “Yo soy yo y mis circunstancias” de Ortega y Gasset, entendiendo que el “yo” es el libre albedrío y “mis circunstancias” son las condiciones del ambiente y los automatismos que nos constituyen.

En este sentido, aunque existe la determinación neural de la conducta para todos, animales humanos y no humanos, disponemos de un abanico de posibilidades de comportamiento. De este modo, la conducta está construida y se apoya sobre comportamientos automáticos, siendo estos absolutamente necesarios para la supervivencia (ya que sería imposible que los animales prestáramos atención de forma consciente y reflexiva a todo lo que nos rodea y a todas nuestras acciones). El punto clave es que, al mismo tiempo que existen estos automatismos, existe un mecanismo que en algunos momentos interviene y que es capaz de decidir cuál de estos automatismos activar y cuáles otros inhibir y, justamente, es esta “posibilidad” de elección lo que permite el libre albedrío. Así concebido, el libre albedrío es lo que permite a los animales coordinar la información para luego dirigir las acciones automáticas. De este modo la conciencia cumpliría una función de vigilancia sobre los automatismos y la eficacia adaptativa de estos. Incluso cuando algo sale mal, la conciencia puede interrumpir bruscamente el automatismo. Hoy somos testigos de que hasta las moscas son capaces de hacer esto, por lo que, en este sentido, tendrían algún tipo de “conciencia” que les permite ser libres, a su modo, y elegir entre sus automatismos. Así que quizá nos tengamos que conformar con que nuestro libre albedrío no es más que la posibilidad de elegir entre una mayor cantidad de automatismos genéticos y aprendidos que la que poseen las moscas.

José Fco Zamorano Abramson | 02 de marzo de 2011

Comentarios

  1. Miguel A. Román
    2011-03-03 20:01

    Hombre, un poco conductista la conclusión ¿no?

    Pongamos por ejemplo una partida de ajedrez, cualquier partida de ajedrez. Las reglas son rígidas, las piezas y escaques son finitos, más aún, los jugadores experimentados conocen las variantes más ventajosas o en las que mejor saben desenvolverse; y sin embargo, me atrevería a asegurar que jamás se ha jugado dos veces la misma partida.

    Se supone que cada contrincante busca la mejor respuesta, pero además introduce un elemento: el riesgo, el “qué pasará si…”, la variación sobre la experiencia.

    El riesgo es una condición necesaria para el libre albedrío. El individuo, mosca o humano, decide realizar una acción que nunca antes ha realizado en esas circunstancias.

    Y esto no tiene un origen consciente, “racional”, sino práctico, pues es más eficiente que el automatismo condicionado. No para el indivíduo sino para la comunidad de ellos, pues cuando cada elemento reacciona de una forma distinta se evita que un error de programación acabe con todos de una vez. En consecuencia, el conjunto de individuos con un factor ¿genético? que les haga capaz de asumir riesgos tiene, a la larga, una mayor capacidad de imponerse a las trampas del entorno.

    Para mí, entonces, el libre albedrío consiste precisamente en la capacidad de elegir la opción “contranatura”.

  2. José FZA
    2011-03-06 21:17

    Miguel, es verdad que es conductista (ya que en gran parte se basa en el aprendizaje ontogenético, es decir a partir de lo aprendido a través de la experiencia individual), pero además al mismo tiempo es “instintivista” en el sentido clásico del término (lo pre-programado genéticamente), ya que la posibilidad de “arriesgarse” y elegir, incluso nuevos comportamientos que emergen de combinaciones nunca antes realizadas es justamente parte de nuestra “natura” y al parecer de la natura de otras muchas especies. De hecho, los programas de inteligencia artificial que logran hacer esto al jugar ajedrez están pre-progradamos para ello por los seres humanos y nosotros los seres humanos y demás animales estamos a su vez pre-programados por la evolución, (en tus términos por “natura”), para en determinadas situaciones tomar decisiones a partir del libre albedrío. Por lo tanto al ejercer esta capacidad continuaríamos yendo a favor de natura y no en su contra.

  3. José FZA
    2011-03-06 21:39

    En el reciente artículo “La frontera entre el hombre y la máquina como creadores” aparecido en la columna de Francisco Serradilla, también se aborda en parte la problemática de esta dicotomía entre la libertad creativa en la toma de decisiones (en este caso artísticas) de un humano frente a las pre-programadas en una máquina.

  4. Miguel A. Román
    2011-03-06 23:21

    Que conste que yo he incluido la determinación genética del comportamiento entre interrogantes (y ahora también tendría que haber puesto la palabra “determinación” de igual forma).

    Lo digo porque dudo entre si la acción dispersa de un conjunto de seres ante el mismo estímulo es un condicionante genéticamente codificado o, en realidad sea un proceso realmente azaroso; aunque para el caso da lo mismo pues en este último suceso probablemente lo que sucede es que la secuencia genética que codifique un comportamiento previsible es perdedora en el proceso evolutivo.

    Me explico: imaginemos que una secuencia genética “obliga” a todas las moscas que la poseen a dirigirse siempre hacia una luz, pero cuando dicha luz es una llama (y antes de Edison pocas luces no flamígeras había) las moscas se achicharran.

    Es solo un ejemplo “moralizante”, pero si un gupo de indivíduos no tienen libre albedrío porque su secuencia genética se lo impide, se exponen a caer todos en el mismo error.

    En cambio, y adoptado un modelo matemático de Teoría de juegos, cuando los indivíduos matizan sus opciones y eligen un abanico mayor, aunque algunos se “equivoquen” siempre quedarán sujetos para continuar la especie. Ojo, porque matizar las opciones no implica elegir entre todas las posibles (p.ej. tirarse por un precipicio), sino solo aquellas que pueden proporcionar una recompensa, aunque no sea la más evidente.

    Pero, repito, esto puede obtenerse por dos mecanismos: la determinación genética que fuerza a elegir y arriesgar o bien la indeterminación genética para forzar una respuesta.

    Particularmente, y por motivos puramente sentimentales, me inclino por esta última, que está más cerca de un libre albedrío filosófico.


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