Libro de notas

Edición LdN
Cartas desde Turquía por V.V.A.A.

Cartas desde… es un intento por recuperar el espíritu de las corresponsalías epistolares de la prensa decimonónica, más subjetiva, más literaria, y que muestre una visión distinta y alternativa a la oficial de Agencias.

En espera de la segunda parte de la diplomacia del fútbol

Andrés Mourenza
Editor de Noticias desde Turquía
Ha publicado el libro electrónico Transcaucasia Exprés

Cuando sonó el silbato del árbitro, el pitido inicial del partido de fútbol que había sido definido como uno de los más importantes de los últimos años, yo aún andaba buscando un enchufe para mi ordenador. El cacharro es un viejo portátil, producto nacional a prueba de golpes pero de baja autonomía, así que no me quedaba otra que encontrar una toma de electricidad si quería informar sobre el encuentro entre Armenia y Turquía. La expectación era inmensa: unos 200 periodistas habían llegado hasta Ereván para escribir sobre el partido y las nuevas relaciones entre los dos países, pero en la tribuna de prensa del estadio Hrazdan, construido en 1972, no había más de diez enchufes y tampoco había suficientes sillas, pero ése obstáculo se podía superar con un poco de paciencia. Saqué mi cuaderno y, al viejo estilo, comencé a tomar apuntes.

Quién sabe si fue casualidad, un plan urdido hasta el mínimo detalle o un guiño del destino, pero los bombos del sorteo de la FIFA cruzaron a las selecciones turca y armenia en la fase de clasificación del Mundial de Suráfrica 2010. Dos países sin relaciones diplomáticas desde la Guerra del Nagorno-Karabaj de 1993. Dos equipos que jamás se habían enfrentado a pesar de haber transcurrido diecisiete años de la proclamación de independencia de la República de Armenia de la URSS. “Dos pueblos cercanos, dos vecinos enfrentados”, en palabras del periodista turco de etnia armenia Hrant Dink, asesinado en 2007 por las balas traidoras del nacionalismo y la xenofobia. Allá estaban: en el palco, los dos presidentes dándose la mano; en el campo, un equipo frente al otro haciendo rodar la bola, dando una lección de civismo y reconciliación. No era la paz definitiva, pero sí un valiente paso hacia ella.

Claro que no había sido fácil. Turquía fue uno de los primeros estados en reconocer la independencia de la República de Armenia tras su separación de la Unión Soviética en 1991, a pesar de la trágica historia que les precedía. En esos momentos, el viejo enemigo soviético había caído y lo que importaba en Ankara era lograr la mayor influencia posible en el Cáucaso y Asia Central antes de que el oso ruso despertase de su alcohólica hibernación yeltsiniana.

Poco después estalló la tensión que venía gestándose desde finales de los años ochenta en el Nagorno-Karabaj, un enclave de mayoría armenia pero perteneciente a Azerbaiyán. Las nuevas repúblicas ex soviéticas se enfrentaron en una cruenta guerra que dejó más de 20.000 muertos. El nuevo ejército armenio invadió —y aún continúa ocupando— el Nagorno-Karabaj y las provincias adyacentes, lo que supone una quinta parte del territorio total de Azerbaiyán. Turquía, aliada de los azeríes, amenazó con atacar a Armenia si sus tanques no se retiraban, pero Rusia, aliada con los armenios, contraatacó con parecidas advertencias. Finalmente se llegó a un acuerdo de alto el fuego, una paz tensa que aún se mantiene. En represalia, tanto Azerbaiyán como Turquía congelaron sus relaciones diplomáticas y cerraron las fronteras, dejando a Armenia en un estrello callejón cuyas únicas y estrechas salidas son al sur Irán y al norte Georgia.

En los años siguientes, se llevaron a cabo diversos intentos de retomar las relaciones —incluso uno de ellos liderado por el ultranacionalista turco Alparslan Turkes y el héroe de la independencia armenia, Levon Ter Petrosyan, también él nacionalista—, pero todos fueron infructuosos pues chocaron con la altivez identitaria de dos naciones orgullosas de su pasado y con dificultades para mirar hacia adelante, como si padeciesen una miopía política.

Sin embargo, en 2008 todo había cambiado. Rusia había despertado de su letargo. Hacía negocios e incrementaba sus relaciones con Azerbaiyán y con Turquía, para mayor disgusto de los armenios, pero es que éstos, con una economía raquítica, poco tenían que ofrecer y mucho habían de cubrir con la ayuda rusa. Para colmo de males, en agosto, la irresponsabilidad del presidente georgiano, Mijeil Saakashvili, había desembocado en una guerra con Moscú: infraestructuras destrozadas, las frontera ruso-georgiana cerrada definitivamente… ¿Por dónde iban a llegar a hora los suministros rusos? Liana, una armenia de la capital, pasó varios días temerosa. A Yereván no llegaba el pan, ni la gasolina. Un diario de la oposición llegó ironizar arguyendo que, de seguir el bloqueo, los rusos deberían lanzar ayuda humanitaria desde sus aviones.

La población armenia había aguantado con estoicismo la terrible miseria de los años noventa como una condición inevitable de la independencia (los relatos del periodista polaco Wojciech Jagielski son impagables para comprender esa época), pero ahora, tras varios años de ligero crecimiento económico, querían algo más. Los negocios de los grandes empresarios armenios demandaban una salida, necesitaban respirar, expandirse (por esa cacareada ley del capitalismo según la cual la empresa o el país que no crece, se hunde). Arsen Ghazarian era uno de esos empresarios. Había invertido mucho dinero en una línea de ferries para transportar sus productos desde Georgia a Rusia, sin contar con que las relaciones entre ambos países se habían de ir al carajo. Necesitaba otra salida. Por eso, este empresario de dientes de oro y sonrisa afable, presidía una de las pocas instituciones que durante muchos años sirvió de nexo entre Turquía y Armenia, el Consejo de Desarrollo Empresarial Turco-Armenio (TABDC), un grupo de negocios que apoya a los escasos empresarios que se aventuran a comerciar entre estos dos países (a través de Georgia, por supuesto) y presiona a los dos países para que arreglen sus disputas como estados civilizados y con la frontera abierta.

De ahí que el presidente armenio Serj Sarkisian cursase una invitación a su homólogo turco, Abdullah Gül, para asistir al partido que iban a disputar las selecciones de fútbol de sus dos países y le animase a restablecer las relaciones diplomáticas. “Negociaremos sin condiciones previas”, dejó claro Sarkisian. Se refería, claro está, al espinoso asunto del genocidio armenio en 1915, que Turquía no reconoce como tal. Pero muchos armenios como Sarkisian estaban dispuestos a dejar aparcado el rencor en aras de una buenas relaciones de vecindad. La Diáspora Armenia puso el grito en el cielo contra cualquier concesión a los turcos, sí, pero ellos no tienen que soportar los cortes de agua y electricidad; ni vivir con menos de 10 euros al día.

Abdullah Gül, un hombre abierto de miras a pesar de haber crecido en el conservador interior de Anatolia —o quizás por eso—, aceptó la invitación aunque no lo hizo hasta tres días antes del partido, pues en Turquía también berreaba la oposición nacionalista. El líder del segundo partido del país, Deniz Baykal, arremetió contra la visita y acusó a Gül de poco menos que de ser un traidor a la patria. Pero gente como el señor Baykal vive tranquilamente en Ankara, con sueldo de diputado, no en las provincias orientales como Kars, donde su invernal clima hace dura la supervivencia, la economía languidece y los jóvenes se marchan a las grandes ciudades en busca de trabajo, mientras permanece cerrada la frontera, allá enfrente, que podría ser una buena salida para los productos locales. (De hecho, uno de los primeros acuerdos con Armenia tras el deshielo del pasado año fue sobre la venta de energía eléctrica armenia a la provincia de Kars, más fácil de conectar al país vecino que a otras provincias turcas.)

El presidente turco había aceptado la invitación a última hora. Así pués, un grupo de periodistas nos lanzamos a la aventura de llegar hasta Armenia para cubrir el partido. Los billetes de avión de la línea Estambul-Ereván, que parte dos veces por semana a pesar del bloqueo, se habían agotado y no quedaba otro remedio que entrar al Cáucaso por tierra y evitando la frontera turco-armenia, cerrada a cal y canto y custodiada por efectivos del ejército turco y del ruso: debíamos volar hasta Kars, desde allí alcanzar la frontera georgiana en minibús, alquilar un taxi para recorrer el sur de Georgia por los polvorientos caminos de Samtse-Javajeti (provincia de mayoría armenia), y desde la frontera entre Georgia y Armenia —que es apenas un cordón que un soldado georgiano se limita a desatar al paso de los vehículos— alcanzar finalmente Ereván. Fue un viaje duro y cansado, inútilmente largo a causa de las desavenencias nacionalistas: ciudades turcas como Kars e Igdir están a pocos kilómetros de Ereván, pero el bloqueo impide el viaje directo. Finalmente llegamos a nuestro destinos. Lo habíamos conseguido.

Y allí estaba yo. Buscando un enchufe mientras el balón rodaba por el campo. En la grada de enfrente, un grupo de seguidores lucía una pancarta exigiendo a Turquía reconocer el genocidio armenio, pero también había gente como los miembros de la organización no gubernamental turca Genç Siviller (Jóvenes Civiles), que promueve la solución pacífica a los conflictos y la democratización de Turquía. Para ello, la noche anterior habían salido de fiesta con sus colegas armenios, se habían emborrachado y habían bailado hasta altas horas de la madrugada en un ambiente de sana tolerancia y confraternidad.

Finalmente, un periodista del diario turco ‘Cumhuriyet’ se apiadó de mí y me ofreció su conexión. Envié mi artículo sobre las negociaciones políticas. Cuando terminé de escribir la otra crónica, la deportiva, estaban apagando los focos del estadio Hrazdan. Nadie quedaba en las gradas ni en el césped. Caminé entre la multitud buscando a mis compañeros; los seguidores caminaban cabizbaja por la derrota de su equipo, pero, en muchas casas, en muchos despachos, se sabía que el paso dado era tremendamente importante. En el campo sólo podía haber un vencedor, pero fuera de él ganaban todos.

Casi un año después, la diplomacia ha hecho sus progresos en el contencioso entre Armenia y Azerbaiyán (las autoridades de Bakú temen que si intentan solucionar el conflicto por la fuerza les ocurra como a Georgia) y en las negociaciones entre Armenia y Turquía, mantenidas en secreto, las cosas marchan algo más despacio de lo esperado pero hacia adelante, sin duda. Ahora sólo faltaba esperar al partido de vuelta, el 14 de octubre de 2009.


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“Transcaucasia Exprés es la historia de un viaje en pos del histórico partido de fútbol entre Armenia y Turquía que se disputó en Ereván el 6 de septiembre de 2008. Un encuentro que, con el trasfondo de la guerra que enfrentó a Georgia y Rusia en agosto de ese mismo año, cambió las relaciones de dos países enfrentados. Este libro es una mezcla de relato de viajes y reportaje periodístico que pretende acercar al lector a la vida y las intrigas de una región tan importante estratégicamente como es el Cáucaso”. Transcaucásica Express

Andrés Mourenza | 14 de agosto de 2009

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