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Cartas desde Brasil por V.V.A.A.

Cartas desde… es un intento por recuperar el espíritu de las corresponsalías epistolares de la prensa decimonónica, más subjetiva, más literaria, y que muestre una visión distinta y alternativa a la oficial de Agencias.

La muerte y la muerte de Hélio Oiticica

por Xoán Carlos Lagares

Habíamos bebido unas cuantas cervezas en el mítico bar Luís, en la Rua da Carioca. Nos dirigimos no sé cómo a la inauguración del Museo Hélio Oiticica, porque se nos estaba acabando el dinero y alguien nos había dicho que allí habría güisqui gratis. Atravesamos aquellas oscuras calles de adoquines del centro de la ciudad, inventando sensaciones que no consigo recordar. Alguno de nosotros hizo una aguda observación sobre la curiosa paradoja que se contenía en la reunión de esas tres simples palabras, Museo-Hélio-Oiticica, pero no le hicimos ni caso.

La flor y nata del arte local estaba allí, en la planta baja, atiborrándose de Johnnie Walker. Camareros de un blanco impoluto. Jurásicos guardias jurados. En el piso de arriba, solitaria, una representativa parte de la obra del artista neoconcreto, expuesta.

¿Expuesta?

Subimos a verla, a olerla, a oírla, a incorporarla. Entramos en un gran penetrable laberíntico. En su interior, materiales de construcción, de demolición, deshechos, altavoces con ruidos urbanos, llenos de ecos, olor de plástico, tierra en los ojos. Vimos tres parangolés colgados en una de las paredes y corrimos hacia ellos. Nos los pusimos. No, no nos los pusimos. Los inventamos sobre nuestros cuerpos, al ritmo de un baile descoyuntado, patético, sin pies ni cabeza. Como un mantel sobre el cuerpo, exactamente. Alguien preguntó ¿cómo se pone esto? y fue inmediatamente reprendido por los otros, que al unísono le gritamos que no había una manera de ponérselo, que no había en realidad cómo ponérselo, al mismo tiempo que nos enredábamos en las telas de colores, una cabeza aquí, un brazo allá, girando en una danza psicotrópica, con el estómago en la boca, en un equilibrio imposible, por un hilo.

Después, uno de nosotros, completamente tomado del espíritu de la cosa, se acercó a unos bólides, impregnó su mano derecha de un pigmento verde que estaba dentro de la caja que tenía a su lado y se la pasó por el pelo. Al vigilante de seguridad que nos observaba desde hacía tiempo aquello no le hizo la menor gracia. Con pasos lentos y firmes, exhalando un aura de inapelable autoridad, se aproximó hasta nuestro amigo del pelo verde y lo invitó amablemente a retirarse de la exposición. Mientras hacía tan educado convite, agarraba con delicadeza su brazo y paseaba su mirada sobre nosotros. Nos dimos por aludidos y decidimos acompañarlos hasta la calle. Pasamos al lado de unas fotos de cosmococas, Marilyn nos siguió con aquellos hermosos ojos tristes, su rostro tatuado de cocaína. Bajamos las escaleras en la compañía del vigilante, que por algún motivo que desconozco apoyaba todo el tiempo la mano derecha en la pistola de la cintura. Nos despedimos, adiós agente del orden, y nos fuimos por las calles oscuras del centro de la ciudad en dirección a algún otro lugar que no recuerdo.

No fuimos marginales ni héroes, cada uno se fue a su casa a dormir, cada uno se puso su pijama, cada uno dio la última meada tambaleante en su retrete, salpicando las baldosas que habían acabado de limpiar nuestras respectivas empleadas domésticas. Al día siguiente, como ejecutando una coreografía meticulosamente improvisada, bajamos, cada uno de nosotros, en silencio, hasta la farmacia para comprar medicamentos que nos permitiesen sobrellevar la resaca.

Uno de nosotros está muerto, se tiró por la ventana hace unos años. La obra de Hélio acaba de quemarse casi totalmente en la casa de su hermano, que la custodiaba él mismo por causa de no sé qué desacuerdos con las administraciones públicas.
Y estos días la prensa escrita, entre los partes de la guerra urbana, fotos de helicópteros derribados y cadáveres en carritos de supermercado, no deja de dedicar páginas y páginas a un interesantísimo debate sobre herencias y patrimonio.

Post Scriptum: El incendio ocurrió el 16 de octubre de 2009. Al principio se estimó que se había quemado el 90% de la obra del artista. Una posterior evaluación de los daños, realizada por especialistas del Ministerio de Cultura brasileño, concluyó que, del acervo conservado en casa de su hermano, en el barrio Jardim Botânico, donde se produjo el incendio, el 70% del material era recuperable.

Xoán Carlos Lagares | 07 de noviembre de 2009

Comentarios

  1. Juan Jose
    2009-11-09 21:23

    Xoán refrescante y vívida experiencia…Gracias


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