Algunas semanas estos textos se acercan más a un blog personal que a una columna más o menos “estable” sobre cine. Generalmente esas veces —como esta— lo que pasa es que a lo largo de los siete últimos días no he podido ver mucho cine, o el resto de mi vida me ha atropellado y de repente me veo el martes a medianoche con el folio (o el documento openoffice) en blanco y sin tener la más mínima idea de qué contar. Entonces me asalta el temor de ser un pequeño farsante y de que en realidad no tengo demasiadas cosas que decir a los demás sobre cine, o al menos no demasiado interesantes. Chorradas, claro: siempre hay alguien, aunque sea tu novia o tu compañero editor, que creen que merece la pena leer lo que escribes.

En ese lloriqueo estaba cuando me he acordado de La película del rey, el filme de 1985 que inició la carrera como director de Carlos Sorín. Una película apasionante, asombrosa, pero de la que descarté hablar porque la vi para un texto que estaba preparando sobre el autor argentino para una publicación especializada, y no quería repetirme. Y sin embargo la poderosa y quijotesca historia de ese director que decide contra viento y marea rodar una película sobre un viejo conquistador francés, esa metapelícula que acompaña al director en su locura que le hace sobreponerse a inconvenientes tan grandes como quedarse sin dinero o sin actores, esa película, digo no se me quita de la cabeza. David, el personaje protagonista, tiene la necesidad física de contar esa historia, y lo lleva hasta sus últimas consecuencias, contra todos, contra sí mismo.

De ahí me puse a pensar en Nacho Vigalondo, que sudó tinta para poder sacar adelante la estupenda Los Cronocrímenes y que después de terminarla sigue peleando por diez frentes distintos para poder conseguir hacer su segunda película. A lo mejor podría ser una gran idea contar esa historia, la de cómo pelea y pelea por seguir rodando, es decir, una reflexión sobre el propio proceso de filmar; tal y como hizo Nanni Moretti cuando rodó Sogni d’oro (1981), ese largometraje cómico y amargo en el que intenta comprender que es lo que le ocurre a un director independiente después de tener un éxito tan enorme e inesperado como el que tuvo con Ecce bombo (1978). O como parece que sucede en Lost in La Mancha (2002), ese “making of” de una película que nunca se pudo hacer.

Y en fin, acabo pensando que, afortunadamente, siempre hay gente que tiene historias que contar con una cámara, aunque esa historia sea simplemente que no pueden contar la historia que quieren, o que no saben qué historia quieren contar, o que tienen miedo de no saber contar historias como hacían al principio. En cualquier caso, lo cuentan. Y eso permite que, posiblemente, esta columna siga por lo menos una semana más.