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Buscando a Johnny Jones por Francisco José Palomares

A través de sprites polvorientos y bajo viejos y olvidados comandos de basic, Francisco José Palomares, arqueólogo de los 8 bits y soñador profesional, nos trae los días 9 de cada mes el fruto de sus investigaciones, centradas en la búsqueda del rastro del legendario héroe Johnny Jones. Su intención: reconstruir lo más fielmente posible la memoria sentimental de una generación fascinada por los gráficos simples, los casetes llenos de pitidos y la música en MIDI.

La leyenda del Rey Tejedor

Érase una vez, hace muchos, muchos años, un próspero reino sin nombre al que casi todos sus habitantes y buena parte del resto del universo conocían como el Reino de los Videojuegos. Era un reino joven, con apenas unos pocos años de historia a sus espaldas, pero que ya había conseguido hacerse famoso en el mundo entero gracias a su principal exportación, que eran, fíjate tú qué casualidad, los videojuegos y las consolas. Por supuesto, como esta historia transcurre hace tantos y tantos años, los videojuegos de por entonces no se parecían mucho a los de ahora: los gráficos eran muy simples, la música apenas un par de pitidos sincopados mal contados, y la complejidad argumental del nivel “golpea la pelotita con tu raqueta hasta que el rival la deje pasar”. Vamos, el tipo de videojuegos que nos gustan a la mayoría de los que pasamos por aquí cada día nueve.

Como todo reino que se precie, el Reino de los Videojuegos tenía un rey. La familia Atari ejercía de dinastía gobernante desde la fundación del reino y la coronación de Nolan I el Visionario, primer Rey de los Videojuegos, allá por 1972. Bajo su acertada dirección sus súbditos habían prosperado de forma espectacular, lo que dejó a otras familias nobles con aspiraciones al trono, como los Mattel, los Coleco y los Magnavox con la miel en los labios, aunque ellos también se beneficiaron de la aparentemente eterna bonanza que bendecía al reino. La plebe, por su parte, trabajaba felizmente a las órdenes de sus nobles, con el conocimiento de que sus esfuerzos estaban contribuyendo de forma decisiva a la prosperidad del reino y, por ende, de sus familias.

Todo parecía ir a pedir de boca. El mercado norteamericano estaba prácticamente dominado al completo por los productos del reino, y aunque su cuota de mercado en Europa era más bien pequeña (por lo visto por allí se preferían los ordenadores a las consolas) y Japón era todavía una tierra extraña a la que nadie se atrevía a meter mano, las perspectivas no podían ser mejores. Pero entonces ocurrió algo inesperado: la familia Atari llegó a un acuerdo para unir su destino a la poderosa dinastía extranjera Warner, y un par de años más tarde, el rey Nolan I abdicó, siendo sucedido en el trono del Reino de los Videojuegos por uno de los nuevos socios de la saga reinante: Ray I el Tejedor, antiguo vendedor de toallas y calcetines. Muchos cuestionaron su idoneidad como sucesor. Visto con perspectiva, la verdad es que tenían motivos para estar preocupados…

Ray I heredó un reino que funcionaba como un reloj, y ni siquiera él fue capaz de conseguir estropearlo todo en un momento. Sin embargo, algunos síntomas de su poca capacidad para gestionar el país se pudieron apreciar incluso en sus primeros meses de reinado. Por ejemplo, hizo caso omiso a las protestas de buena parte de los trabajadores plebeyos, apoyados incluso por algunos nobles menores dentro de la propia familia Atari-Warner, que reclamaban mayor reconocimiento por sus esfuerzos. No pedían riquezas o privilegios, sino simplemente que los frutos de su trabajo contuvieran alguna referencia a los nombres de aquellos que habían puesto de su parte para crearlos. Ante la negativa del rey y de las otras grandes familias, estos plebeyos abandonaron las factorías nacionales y, junto a los nobles descontentos, siguieron trabajando y creando videojuegos por su cuenta, a pesar de los muchos intentos, tanto legales como no, de las familias reinantes para acabar con estos molestos rebeldes.

A pesar de estas tensiones internas, la exportación de videojuegos seguía yendo viento en popa, e incluso algunos de los productos creados por los rebeldes obtuvieron un éxito notable, contribuyendo así de forma indirecta al enriquecimiento del país y de sus gobernantes. El reino entero nadaba en la abundancia, y la sensación generalizada entre sus habitantes y dirigentes era que el mercado compraría casi cualquier cosa que saliera de sus factorías. Frotándose las manos, Ray I ordenó un aumento de la producción, multiplicando el número de títulos que llegaban a las estanterías de jugueterías repartidas por toda Norteamérica. Los productores independientes no se quedaron atrás, intentando echar mano a una parte del filón. Como resultado, el año 1982 supuso un récord absoluto de ventas para el Reino de los Videojuegos, alcanzando la nada despreciable cifra (por entonces) de tres mil millones de dólares.

Pacman

El año 1982, sin embargo, marcó también el principio del fin, provocado en buena parte por la avaricia de Ray I y sus subalternos. Porque semejante avalancha de videojuegos acabó por saturar el mercado, llegando a un punto en que los consumidores simplemente no podían absorber tal cantidad de novedades, por muy buenas que fueran. Y aún más problemático resultó el hecho de que la mayoría ni siquiera eran buenas: el aumento de la producción trajo consigo un descenso notable en la calidad media, debido a que los plebeyos se veían obligados a finalizar sus creaciones en mucho menos tiempo, y con menos recursos. Este fue el destino final del que estaba llamado a ser el gran éxito del reino durante aquel año, la versión para consolas domésticas del bombazo arcade nipón Pac-man, y que se acabo convirtiendo en un desastre debido a su baja calidad y al, digamos, excesivo optimismo de su majestad Ray el Tejedor, que ordenó fabricar 12 millones de cartuchos cuando sólo había 10 millones de consolas Atari 2600 en el mercado. Entre las copias que no se vendieron y las que fueron devueltas por los decepcionados consumidores, el reino se encontró de repente con un problema de stock bastante gordo.

La historia se repitió en la vital campaña navideña de ese mismo año, de nuevo con un título llamado a ser un superventas que fue desperdiciado obligando a su desarrollador a completarlo en apenas un mes, y que acabo resultando en pérdidas millonarias para la familia Atari-Warner: E.T. the Extraterrestrial, el para muchos peor videojuego de la historia, y sin duda alguna uno de los títulos con mayor impacto para el sector en general, y para nuestro querido Reino de los Videojuegos en particular. El hecho de que no se vendieran ni la mitad de los cartuchos de E.T. producidos, sumado al stock acumulado e imposible de vender de Pac-man y otros títulos menores lanzados durante el año, se unió a un hastío creciente tanto de distribuidores como de consumidores en el vital mercado norteamericano gracias al descenso global de la calidad, a la sobresaturación del mercado y a los dos sonados fracasos ya mencionados.

Todo este desaguisado trajo consecuencias legendarias para el reino, incluyendo el ya mítico episodio del entierro de cantidades industriales de cartuchos en un vertedero de Nuevo México. Esa medida desesperada para librarse del stock sobrante era sólo un síntoma de lo que iba a convertirse en la mayor crisis a la que se había enfrentado el sector en su breve y exitosa (hasta entonces) historia. Con la confianza de los consumidores por los suelos y con los distribuidores y vendedores norteamericanos convencidos de que la moda de los videojuegos ya había pasado, las nobles familias del reino vieron como les era cada vez más y más difícil colocar sus productos en el mercado. Una tras otra, las grandes sagas del reino fueron cayendo en desgracia, arruinadas por completo o abandonando el barco antes de que se hundiera del todo. Atari, la familia fundadora, tampoco tardó en caer en la quiebra. Curiosamente, los únicos que lograron seguir adelante fueron los plebeyos rebeldes, gracias en buena parte a haber diversificado su producción hacia los ordenadores domésticos, tan de moda en Europa y que poco a poco empezaban a invadir el mercado americano.

El Reino de los Videojuegos estaba en la bancarrota más absoluta. Sus gobernantes habían caído en desgracia y el pueblo ya no podía contar con su liderazgo. Aunque teniendo en cuenta la que había liado Ray I, a lo mejor les iba mejor así, la verdad. Pasaron tres años, en los que la cosa no sólo no mejoró sino que llegó a niveles inconcebibles poco tiempo antes, con las ventas globales bajando a apenas cien millones de dólares, apenas un 3% de los ingresos obtenidos por el reino en aquel fatídico año 1982. Todo parecía perdido, pero en los momentos más oscuros una nueva luz brilló con fuerza, trayendo de vuelta la esperanza a una tierra desesperada. Y como el amanecer, esa luz salvadora llegó de Oriente.

La salvación del reino llegó de manos del príncipe Nintendo. Bueno, Nintendo no era su nombre sino su apellido, pero los locales se liaron con aquello de que los japoneses escriben sus nombres al revés, y cuando se dieron cuenta ya no valía la pena corregir el error. El caso es que Nintendo llegó montado en su corcel blanco y con la piedra filosofal bajo su brazo. Solo que no era una piedra, sino una nueva consola, conocida en su lejana y misteriosa patria como Family Computer, Famicom para los amigos. El héroe tuvo que luchar contra viento, marea y un mercado americano nada receptivo ante cualquier cosa que oliera a videojuegos, pero su gran inventiva le permitió superar todos los obstáculos. Para ello, sin embargo, tuvo que hacer algunos sacrificios, como crear un absolutamente inútil robot para “camuflar” su consola y poder venderla como un juguete, rediseñar la Famicom hasta convertirla en algo parecido a un ladrillo cuadrado de color gris, e incluso rebautizarla con un nombre más aceptable por el justificadamente receloso consumidor americano. Y así, el milagro que devolvió la vida al Reino de los Videojuegos pasó a ser conocido para casi todos como Nintendo Entertainment System, o NES para los vagos como yo.

El resto, como se suele decir, es historia. Nintendo gobernó el Reino de los Videojuegos con mano de hierro durante décadas, devolviéndolo al camino del éxito y la prosperidad y expandiendo su dominio a mercados hasta entonces poco explotados como el europeo, compitiendo en igualdad de condiciones con los ordenadores de ocho y dieciséis bits, controlando a los productores independientes para evitar que la calidad de los juegos se resintiera y atrayendo a nuevas familias nobles que trajeron una sana competencia al mercado. El reino también dejo de ser un ente monolítico, siendo dividido en provincias con intereses dispares pero complementarios y que funcionaban de manera autónoma. Para cuando los nipones abandonaron el trono, el futuro del reino estaba asegurado gracias a un mercado fuerte y mucho más diverso, nunca más ligado a la fortuna (o desgracia) de una o dos grandes familias, ni a las caprichosas decisiones de sus líderes. Y de Ray I, el Rey Tejedor, nunca más se supo. Aunque la verdad es que nadie se molestó demasiado en buscarlo, por si acaso…

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Francisco José Palomares | 09 de octubre de 2013

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