Por eso, cuando Jorge Santiago Perednik realiza algunas proposiciones polémicas sobre qué es el neobarroco, negando parcialmente la existencia del fenómeno, me siento tentado a darle la razón. Dice Perednik:
“Los poetas que empezaron a publicar unos años después de 1976, son casi todos (neo)barrocos. Por ejemplo, quienes en los años ‘70 continuaron las propuestas sesentistas, después de 1976 empezaron a proclamar su (neo)barroquismo. A los neorrománticos típicos las características, por ejemplo, que Severo Sarduy atribuye al neobarroco, les cuadran mejor que a muchos supuestos barrocos. Los poetas visuales y fonéticos son (neo)barrocos, los poetas metafísicos son (neo)barrocos a su manera y los poetas que escribieron a la ciudad o mirando el tango o el rock por aquella época supieron hacerlo (neo)barrocamente. […] Si se atraviesa un periodo predominantemente (neo)barroco, aquello que sirve para caracterizar a todas las partes, lo (neo)barroco, no sirve para diferenciar a una parte del resto. Dicho en otras palabras: si las características (neo)barrocas son comunes a tantos escritores con diversas actitudes poéticas es poco inteligente usarlas para diferenciar entre ellos a un conjunto de otros conjuntos, porque si en algo no se diferencian es precisamente en ser (neo)barrocos”.
En principio, el neobarroco parece ser el resultado de una gran mascarada. No obstante, aún siendo ese su origen, el fenómeno fue cobrando presencia, apariencia, corporalidad, víctimas y victimarios.
En el Río de la Plata, agregando más confusión en el asunto, como respuesta (meta o ultra) paródica ante la realidad impuesta de una era neobarroca, el poeta Néstor Perlongher bautizó como neobarroso su emprendimiento poético, el cual se posicionaba de manera irreverente (con los pies sobre el barro) en el lecho de eso que más de uno se empecinaba en identificar (con seriedad o burla) como poesía neobarroca latinoamericana. Es justo decir que el emprendimiento tuvo gran resonancia en su momento, a finales de los años ochenta, principios de los noventa, y que sus ecos aún perduran.
Condenados poetas
No es fácil aceptar una condena. Y los escritores latinoamericanos, de 1972 para adelante (quizás también para atrás), habrían sido condenados a la barroquicidad (el término es de Gonzalo Celorio). Una literatura paródica, hiperbólica, sensualista y un lenguaje artificioso, recargado de adjetivos y digresiones: tales parecen ser los signos que definen aquello que los otros –digamos: los europeos, los norteamericanos: potencias sociales, literarias, editoriales– esperaban (al menos hasta hace unos años) de la literatura que se escribe en el continente. No es fácil aceptar esa condena; si bien, a la vista de algunos resultados, parecería que los poetas latinoamericanos la hubiesen terminado por asumir: seamos neobarrocos, pues.
¿Por qué 1972? Ese fue el año en que Severo Sarduy publicó un ensayo que definió el asunto: “El barroco y el neobarroco”, tituló el poeta cubano a ese texto en el cual abordó asuntos estructurales propios de la retórica literaria al uso de los latinoamericanos. La noción de “neobarroco” había sido utilizada con anterioridad (propuesta por el brasilero Haroldo de Campos, en 1955). Pero quien logró imponerla fue Sarduy, atribuyéndola a distintos aspectos de la obra de autores dispares como José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Mario Abreu, Joâo Guimarâes Rosa, Guillermo Cabrera Infante, Gabriel García Márquez, Julio Cortazar, Harolodo de Campos, entre otros.
En la obra de todos ellos, nos indica Sarduy, bastaría una lectura atenta para encontrar señales del cultivo de una retórica barroca. Una retórica caracterizada por el artificio (y sus figuras de sustitución, proliferación, condensación) y la parodia (y sus figuras de inter-textualidad, intra-textualidad). Una retórica destinada a complacer los juegos de un erotismo obsesivo; complacer una especulación incierta (“reflejo necesariamente pulverizado de un saber que sabe que ya no está apaciblemente cerrado sobre sí mismo”, dice Sarduy); complacer el rechazo del orden; y hasta complacer a la Revolución. Sí, la Revolución, que así, con mayúsculas, puesta al final del ensayo de Sarduy, no parece quedar exenta de la potencialidad paródica del barroco que se quiere definir:
“Barroco que en su acción de bascular, en su caída, en su lenguaje pinturero, a veces estridente, abigarrado y caótico, metaforiza la impugnación de la entidad logocéntrica que hasta entonces lo y nos estructuraba desde su lejanía y su autoridad; barroco que recusa toda instauración, que metaforiza al orden discutido, al dios juzgado, a la ley transgredida. Barroco de la Revolución”.
(Severo Sarduy, 1972: El barroco y el neobarroco. En: César Fernández Moreno (compilador): América Latina en su literatura. Ed. Siglo XXI, UNESCO, México, 1972)
No me extenderé sobre lo que significa el barroco y el neobarroco. José Kozer expone el punto cuando traza un mapa de la poesía latinoamericana actual distinguiendo dos líneas: una línea de geometría fina y recta, de expresión coloquial (coloquialismo, poesía conversacional); otra línea de geometría espesa y prismática, “curvilínea, de expresión turbulenta y densa” (neobarroca). Por su parte, Raúl Romero hace una buena síntesis sobre los distintos puntos de vista que se aplicaron a definir las categorías crítico-literarias del barroco y el neobarroco. Remito a los interesados a esos dos textos. Y si bien no termino de entender qué es el neobarroco, y creo que nadie termina de explicarlo con claridad, existe un cierto consenso en que, a partir de mediados de los setenta, esa tendencia habría conquistado la hegemonía en la poesía latinoamericana (una poesía cada vez más escrita para ser leída por poetas).
Ante esa perspectiva, me interesa destacar lo irreal que resulta suponer la firmeza de una hegemonía neobarroca en la poesía latinoamericana actual, donde, a mi entender, prima un permanente tránsito entre poéticas (barrocas, clásicas, románticas, realistas, surrealistas, experimentalistas, etc.) y una fusión de las mismas: un híbrido, que a menudo cuaja en la obra de distintos poetas, dando a luz resultados de gran intensidad.
La agotad(or)a disputa entre lo barroco y lo coloquial
De todos modos, hay un sentido en el que sí podemos reconocer la influencia del neobarroco: esta tendencia ha incidido sobre las poéticas posmodernas y posvanguardistas a partir de la polarización del debate sobre el sentido (o el sinsentido) de cualquier elaboración poética. Volviendo a las proposiciones que elabora Perednik sobre el neobarroco, hay que concederle que: “No hay acuerdo sobre qué pueda significar esto: y no obstante tampoco hay desacuerdo. O mejor hay un acuerdo tácito –el síntoma– de que no debe haber acuerdos ni desacuerdos”.
Discrepando explícitamente con esa perspectiva, aunque coincidiendo de manera implícita, en una entrevista que Roberto Mascaró realiza con Roberto Echevarren, cuando se aborda el fenómeno de la poesía neobarroca, este último sostiene:
“Yo no tengo por qué aceptar una etiqueta o la otra para referirme a una constelación de poetas o libros que a mi entender son lo más interesante de los últimos años […] trato de describir rasgos de esta poesía nueva: cierto interés en la complejidad sintáctica, en el desconcierto que puede causar en el lector; la falta de un sentido del fin del poema (aquí pongo como ejemplo las Soledades de Góngora); la confrontación a algo que en el siglo XVIII se llamaba lo sublime a partir del falso Longino; el tocar el límite de lo soportable; el conflicto de facultades (Kant); el dolor provechoso; el frisson du nouveau (Baudelaire); el sacudimiento de lo que nos aterra (Poe); la experiencia que nos sacude porque nos confronta con un esperpento de la muerte: ya sea en el naufragio kantiano, el descenso al Maelstrom de Poe, el esperpento de Valle-Inclán”.
Echavarren culmina esa entrevista reivindicando “una pulverización” de las categorías del sujeto (el yo poético) y de la identidad natural o cultural, a favor de “una idea móvil, estratégica y táctica, de guerrilla, de guerra de estilos”. En última instancia, más allá de las conjugaciones condicionales y los indeseables procesos de etiquetado, eso que ha sido presentado como poesía neobarroca –cuya muestra mejor articulada se encontraría en el libro Medusario, donde Echavarren comparte la labor compiladora con José Kozer y Jacobo Sefamí–, parece haber trazado una pauta poética y haber delimitado una tendencia estilística, básicamente, en función de una fuerte polarización respecto del coloquialismo.
Me atrevo a afirmar que en esta oposición, el triunfo neobarroco –su conquista de posiciones hegemónicas en relación al canon–, podría haber sido una derrota. En la actualidad, cuando el coloquialismo vuelve por sus fueros (si bien, en el presente, teñido o desteñido por un cierto aire “cloacal”, asentando su discurso sobre la disconformidad que se vive a flor de piel respecto de las terribles realidades sociales y políticas del continente, conquistando en el camino la vocación de los novísimos poetas), la tendencia poética neobarroca podría considerarse en franco declive. Pero entonces, aunque resulte paradójico, cuando se produce ese virtual repliegue de la poesía neobarroca, apreciamos que ésta ha dejado en su oponente las marcas de su anterior triunfo: el neobarroco ha transferido ciertos valores estéticos a su rival neocoloquial.
La poesía neocoloquial, si así aceptáramos catalogarla, sensible ante el deterioro cultural en el que han sido ancladas nuestras sociedades, no parece haber logrado diferenciar y desmarcar sus propuestas poéticas de ese clima de deja vu y todo vale característico de la época de predominio de la poesía neobarroca. Al asumir las voces de la pobreza, la exclusión social, la marginación, esta nueva tendencia poética vuelve a proyectar patrones típicamente neobarrocos: artificialidad, fabulación, proliferación, condensación, parodia, inter y trans-textualidad, erotismo exasperado, banalidad, gratuidad de la violencia, etc.
De este modo –derrotadas en el triunfo, triunfantes en la derrota, sin ser aún diferenciadas con claridad– las poéticas neobarrocas se entrecruzan con las poéticas neocoloquiales hibridando sus resultados. He ahí, entonces, la barroquialidad.
Caminos, bifurcaciones, encuentros y desencuentros
Arturo Carrera, es un poeta argentino (nacido en Buenos Aires, en 1948) cuya obra ha tenido un fuerte destaque en los últimos años. Fue al repasar su obra que se me ocurrió pensar el título de esta columna (y también una gran parte de su contenido).
En su momento, este poeta fue presentado como perteneciendo a la tendencia neobarroca. De hecho, integró la muestra del libro Medusario. En la actualidad, alejándose de esa identificación, Carrera se ha desplazado hacia posiciones más conciliatorias con el coloquialismo rioplatense. En uno y otro puesto, o en el cruce de ambos, la valía de su obra no deja de ser reconocida por las generaciones más jóvenes de poetas argentinos. Puede pensarse que ello se deba al acercamiento que Carrera tuvo con los nuevos poetas a partir de su rol como compilador de la antología Monstruos, algo que no le restaría ningún mérito. Leer la poesía de Carrera, contextualizándola en su discurrir entre tendencias dispares (barroca / coloquial) y dosificándola de acuerdo con la necesidad de pensar la actualidad, no deja de ser una grata experiencia.
Es cierto que muchos otros poetas latinoamericanos podrían mostrar trayectorias similares y logros tanto o más válidos que los obtenidos por Arturo Carrera. Si lo destaco a él, es porque entiendo, bien o mal, que representa un estado actual de la poesía latinoamericana.
Claro que, y esto es absolutamente subjetivo, después de transitar por las distintas gamas de lo que aquí se presentó como poesía barroquialista, uno siente un peculiar alivio leyendo poemas escritos en el marco de otras tendencias, también actuales. Tendencias que quizás son mucho menos preponderantes que la neobarroca o la neocoloquial, pero que, distantes de éstas, han dado resultados gratos, como los aforemas del venezolano Juan Calzadilla o los poemas frugálicos del uruguayo Hebert Abimorad:
el camino es largo
te ofrezco la bifurcación
que se pierde
para llegar a ti
pero tu silencio
también es largo
entonces vuelvo al camino principal
y no te encuentro
(_Destino X_, en: Poemas Frugálicos, Hebert Abimorad, 2004)
Sí; al tomar distancia de la barroquialidad uno siente como el alivio de quien abandona las grandes carreteras y se introduce, para descansar un rato, solo un rato, en un camino despejado que lo conduce a un paraje no frecuentado por el público. América Latina, aún hoy, ofrece esos lugares, esos silencios, esas bifurcaciones y estos desencuentros.
Leyendo antologías
Por un lado, estuve leyendo la Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea: 1914-1987, realizada por José Olivio Jiménez en 1971 (revisada en 1977 y ampliada en 1988). Por otro, la reciente antología Puentes/Pontes. Poesía argentina y brasileña contemporánea. Antología bilingüe, compilada por Jorge Monteleone y Heloisa Buarque de Hollanda en el año 2003.
En el primero de estos libros, que abarca la poesía de todo el continente de América Latina, se incluyen seis poetas argentinos nacidos entre 1874 y 1900. Son: Macedonio Fernández (1874 – 1952), Oliverio Girondo (1891 – 1967), Ricardo E. Molinari (1898 – 1996), Jorge Luis Borges (1899 – 1986), Francisco Luis Bernárdez (1900 – 1978) y Leopoldo Marechal (1900 – 1970). Esta antología sólo considera a autores latinoamericanos posteriores al Modernismo que, de algún modo, permanecieron vigentes luego del repliegue del vanguardismo, repliegue procesado en los años ‘30. Para la inclusión en la antología, el compilador se impuso como criterio que los poetas seleccionadas hubieran nacido antes de 1914, fecha límite que le permitió incluir a Nicanor Parra (Chile, 1914) y Octavio Paz (México, 1914 – 1998).
La antología de Jiménez está presentada cuidadosamente. No obstante, para no perder esa mala costumbre de reprocharle ausencias a este tipo de iniciativas compiladoras, me permito, humilde y arbitrariamente, señalar la exclusión de un argentino notable: Raúl González Tuñón (Buenos Aires, 1905 – 1974). Hoy día, es indiscutible la influencia que las obras de Tuñón tuvieron en la poesía argentina que se elaboró entre 1940 y 1970. Influye de manera notoria en poetas de la talla de Juan Gelman y Paco Urondo, entre otros. Y es una muestra de su actualidad (y también debe haber sido efecto de una demanda por parte de las nuevas generaciones) que en el centenario de su nacimiento se vuelva a editar uno de sus mejores libros, La calle del agujero en la media (editado por primera vez en 1930), un libro que para mí es sencillamente formidable.
Otros reprocharán, o habrán reprochado a Jiménez, no haber incluido entre los argentinos seleccionado a Juan L. Ortiz (1896 – 1978). También, supongo, se le habrá reprochado la ausencia casi completa de mujeres entre los poetas seleccionados (de todo el continente, para el período, sólo dos mujeres fueron incorporadas, y ninguna de Argentina).
Por su parte, la antología Puentes/Pontes, que tal como declara el subtítulo también pretende abarcar la poesía contemporánea, selecciona veinte autores argentinos del período inmediatamente posterior al cubierto por Jiménez. En este libro, las y los poetas seleccionados son: Amelia Biagioni (1916 – 2000), Alberto Girri (1919 – 1991), César Fernández Moreno (1919 – 1985), Edgar Bayley (1919 – 1990), Olga Orozco (1920 – 1999), Joaquín O. Gianuzzi (1924 – 2004), Roberto Juarroz (1925 – 1995), Aldo Oliva (1927 – 2000), Francisco Madariaga (1927 – 2000), Leónidas Lamborghini (1927), Hugo Padeletti (1928), Juan Gelman (1930), Héctor Viel Temperley (1933 – 1987), Susana Thénon (1935 – 1991), Alejandra Pizarnik (1936 – 1972), Juana Bignozzi (1937), Diana Bellessi (1946), Arturo Carrera (1948), Néstor Perlongher (1949 – 1992) y María del Carmen Colombo (1950).
Aquí, en la medida que la antología se acerca a nosotros en el tiempo, las posibles arbitrariedades son mucho mayores, así como los riesgos que corre el compilador al seleccionar los autores que, a su entender, han de representar la poesía argentina contemporánea. No obstante, también parecen haber sido muchas las precauciones que tomó Jorge Monteleone, el responsable de la compilación para la parte Argentina de esta antología: trece de los veinte seleccionados ya han muerto, siete son mujeres, diez nacieron antes de 1930 y sólo cuatro son posteriores a 1940. Como vemos, de acuerdo con los criterios de elaboración de estas antologías, el concepto de contemporaneidad no implica, necesariamente, una coexistencia en el tiempo entre el escritor y el lector.
Así y todo, considero importante anotar a favor de Monteleone que haya tenido a bien considerar, a la hora de seleccionar sus candidatos, a aquellos que de un modo u otro tienen una presencia en la actualidad de la poesía que se lee y escribe en Argentina. En lo personal, respecto de la selección, me fue muy grato encontrar a un poeta al que estimo. Se trata de César Fernández Moreno (nacido en Buenos Aires el 26 de noviembre de 1919 y muerto en París, el 14 de mayo de 1985).
Una anécdota (rememorada)
Voy ahora a lo que mencionaba al principio sobre los motivos personales que me impulsaron a trabajar en esta nota. Cuando estaba leyendo el prólogo de la antología de José Olivio Jiménez me encontré, en dos oportunidades (notas 7 y 12), referencias al trabajo crítico de César Fernández Moreno. Unos días después, por pura casualidad, me vuelvo a encontrar su nombre incorporado en la antología Puentes/Pontes. Ese re-encuentro inesperado y doblemente casual con César Fernández Moreno me trajo a la memoria el momento en que lo descubrí y la sorpresa que me llevé al leerlo por primera vez. En Uruguay, en el mes de junio de 1985, el mismo año de la muerte del poeta argentino, el grupo de poetas-cooperativa-editorial, Ediciones de Uno, editó un librito: “Introducción a César / 20 poemas de Fernández Moreno”. Y si utilizo el diminutivo librito no es por descalificar aquella breve selección antológica, sino porque la obra fue publicada con el formato de una “edición de emergencia, solo para suscriptores”. Supongo que así se hizo para homenajear a ese poeta con el cual el grupo de Ediciones de Uno tenía su propia sintonía.
De ese modo lo descubrí a César Fernández Moreno. Por cierto, una vez devorados los 20 poemas servidos en aquella “Introducción” salí a buscar más. No fue fácil conseguir algo de él en el Montevideo de entonces. Alguien me prestó su libro “Sentimientos Completos” (de Ediciones de la Flor). En una librería de viejo encontré “Los aeropuertos” (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1967). Y así llegué, hace ya veinte años, a la poesía de este argentino, al que hoy me atrevería a ubicar en esa tendencia a la comunicación y el antipoema de la poesía lationamericana.
Lo que más me asombró, y aún me asombra, en su obra, es el modo en que la poesía se acerca a la lengua hablada, respetando la viveza singular y característica de la conversación porteña. En ese acercamiento a lo coloquial, la poesía de César Fernández Moreno logra amalgamar sentimiento y carnalidad, humor y profundidad de pensamiento, vuelo filosófico y tono conversacional, angustia y actividad, realismo y fantasía, inventiva y narrativa, en un discurso que siempre parece estar yendo y volviendo a la vez.
Además, así lo pienso, su obra, que abarca las décadas de los ‘40 y ‘50, que penetra en los ‘60 y se extiende en los ‘70, permitía (y pienso que aún lo permite) desplegar una peculiar lectura política de la poesía. Una lectura política en nada equiparable a la que exigían las retóricas más panfletarias, en las que desbarraron muchos poetas en los años sesenta. La lectura política que habilitaba su obra aún a mediados de los ‘60 tampoco era equiparable a cierto tono panfletario de los años ochenta, cuando a mí también me tocó acercarme a un tipo de poesía que, en su decir poético, de distintas maneras, enfrentaba y resistía la dictadura militar que ya comenzaba a replegarse en Uruguay. Y creo que esa lectura política de la poesía que nos permite César Fernández Moreno tampoco se asemeja a la que, de nuevo, de un modo necesariamente diferente, realizan los nuevos poetas argentinos, en la actualidad.
En cuanto al tipo de poesía que escribió César Fernández Moreno, pienso que su poema, Las palabras, deja traslucir la conciencia que él tenía sobre su arte, y el papel de la poesía: su respuesta al canto del gallo / toda expresión equívoca que aclara las cosas / la parte en blanco de los formularios / el himno de libertad de un libre o de un esclavo / un balbuceo muy bien impostado / un abuso del lenguaje. La lectura de ese poema nos obliga, en este punto, a atender una crítica que Hugo García Robles hizo a la recopilación de la Obra Poética de César Fernández Moreno (una edición en dos volúmenes, con prólogo y notas de Jorge Fonderbrider). El crítico sostiene que al leer la obra completa:
”...experimenta la sensación de un manierismo que permitiría a los poetas convencidos de esa vía la poesía conversacional, escribir (…) largas tiradas de versos sin un resultado que lo justifique. En el caso de Fernández Moreno se impone, más que la obra completa, una edición antológica rigurosamente elegida. Rescatados de ese fondo un tanto indiferente y monótono, los buenos poemas se salvan y sostienen. En la suma total de la obra, naufragan abrumados en el tedio de la reiteración.”
(En: El País Cultural, No. 514, Montevideo, 10 de setiembre de 1999, p.13)
Es posible que esa crítica sea válida (algo que no puedo asegurar, pues las obras completas nunca llegaron a mis manos). De todos modos, en el mismo poema que antes citamos, el propio César Fernández Moreno sostuvo que: cualquier cosa puede concentrarse en una palabra o extenderse en mil / hay que encontrar la cantidad exacta que resulte poética / cada palabra tiene mil sentidos / dos juntas multiplican un millón. Siendo así, la crítica de García Robles puede ser pertinente, sí. Quizás hasta justa. Pero a mí me pasó que leí a este poeta en una edición (y en una situación) de emergencia, y en algunas de sus páginas pude descubrir un modo distinto de trazar vínculos con la poesía, un modo menos solemne del común, quizás, un modo más sincero; el cual, por cierto, viniendo de quien venía, no pretendía tener carácter de exclusividad.
Hay un poema largo de Cesar Fernández Moreno que lleva por título Argentino hasta la muerte e integra una serie que tematiza el tan manido asunto de la identidad nacional de la Argentina. El título (que toma prestado, bajo régimen de ironía, de unos versos de Guido y Spano de 1895) es elocuente respecto de la argentinidad de su poesía: concentrando en un slogan la dulce bravuconería irónica del porteño. Esto último lo digo con el mayor respeto, pues no tengo inconvenientes para reconocer, luego de varias lecturas, que en materia de poesía los argentinos no tienen nada que envidar a nadie, en ninguna parte. Que esto lo confiese un Uruguayo, así, sin dudarlo, puede ser tomado como relevo de pruebas en un juicio sumario. Pero, ¿por qué no vamos a confesarlo? Cuando en Uruguay, cada tanto, surge un poeta de esos que pueden hacer mella en la otra orilla, los argentinos no se hacen problema: lo reconocen, e inmediatamente lo adoptan. El “poeta uruguayo”, como en un pase de magia, pasa a ser un “poeta rioplatense”. Y esto no lo digo yo; lo escribe el propio César Fernández Moreno en su poema “Un argentino de vuelta”. En una de sus estrofas, dice:
al este la cuestión empezó con brasil
que tomá la colonia que te quito la colonia
una discusión de peluquería
al fin se la pusieron a uruguay
nuestra única provincia federal todavía
todavía nos invade sus montoneras
de jugadores de fútbol
de críticos cinematográficos de críticos literarios de críticos diacríticos
entre argentina y brasil gime uruguay críticamente
como una nuez entre los dos vástagos de un cascanueces
esa nuez tiene mucho que crujir
sólo cuando hacen algo bueno los argentinos se vuelven rioplatenses
y recíprocamente por ejemplo
(de Los Aeropuertos, 1967)
Nada podemos cuestionar a esto. Habitantes de un país chiquito, país frontera entre Argentina y Brasil, puesto aquí para entorpecer el avance de cualquiera de los dos grandes de la región, mandados desde nuestros orígenes para diferenciarnos de los dos colosos del sur, es lógico que seamos poco dados a reconocer lo méritos de porteños y brasileros. Y sin embargo, a menudo, secretamente, con un aire como de hermanos menores, no dejamos de admirar a este o aquel poeta argentino. Así me sucede con César Fernández Moreno, quien luego de tantos años ha vuelto a visitarme, a contarme su modo de estar hoy en el mundo:
la mañana
la mañana es muy larga para hablar al cielo
tan azul tan azul tan azul
la mañana es muy corta para pisar la tierra
coronada gloriosamente de cascotes
larga para llorar
amor amor hasta el mediodía
corta para dormir
el que amó toda la noche
también puede ser mediana
la mañana
es fácil dejar quieta una mano
pero hacer cabriolas con la otra
sobre la pista del circo
elija su mañana caballero
y cuénteme después de muerto
cómo le fue
(de Los Aeropuertos, 1967)
Me sucede, entonces, que a César Fernández Moreno lo considero un caballero dentro de eso que hoy llaman poesía argentina contemporánea. Un caballero que eligió su mañana y después de muerto volvió a contarnos cómo le fue. Escucho de nuevo su relato, sí, y una vez más me siento rioplatense hasta la muerte.
Al hablar del canon poético, pretendo articular, a partir de las múltiples definiciones que comprende el término «canon», tres funciones que se procesan en el campo literario: regulación y normalización de la escritura poética; selección y catalogación de las obras; promoción y consagración de los autores. Siendo así, más que una lista de reglas del buen escribir o de nombres de autores consagrados como clásicos, el canon poético es un espacio social y cultural donde se disputan sentidos (¿para qué es la poesía?), juicios estéticos (¿por qué es valiosa una obra poética?) y reconocimientos (¿alguien puede ser poeta en su tierra?).
En tal sentido, hay que decir que hubo una vez un canon poético latinoamericano. Se lo construyó en el cruce de una herencia literaria (universal: de cuando el universo se reducía a la latinidad, incorporando luego, muy tímidamente, influencias de la poesía inglesa y norteamericana) y una herencia política: la de un proceso de descolonización y afirmación de las identidades nacionales (problemática afirmación de la identidad/diferenciación de los Estados que surgieron a partir de ese proceso en América del Sur). El canon literario de América, que tuvo en Rubén Darío, en José Enrique Rodó, en Leopoldo Lugones, en Pedro Henríquez Ureña, en José Vasconcelos, entre otros, a sus fundadores del primer cuarto del siglo XX, apenas pudo consolidarse para el género poético.
Es cierto que la poesía latinoamericana tuvo su momento de esplendor y consagraciones por la década del treinta, con figuras como Xavier Villaurrutia, Carlos Pellicer, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Vicente Huidobro, César Vallejo, Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo, Raúl González Tuñón, Nicolás Guillén, José Coronel Urtecho, Roberto Ibañez, Juan Cunha, entre otros tantos. No obstante, demasiado pronto, ese fulgor comenzó a disolverse y desintegrarse. Fue un tiempo de intensidades, por cierto, pero quizás demasiado breve.
Tenemos, entonces, que en la poesía latinoamericana el canon se consolidó con el modernismo y sus pontífices. Luego, se distinguió con los movimientos de vanguardia y sus profetas, cimas y simas. Incluso llegó a forjar un grupo de maestros herederos de las vanguardias (como los llama Eduardo Milán a José Lezama Lima, Nicanor Parra y Octavio Paz, a los cuales podríamos sumar otros tantos). Después, sólo hubo confusión.
El canon estuvo allí, hasta ese ayer. Hoy, en cambio, la poesía latinoamericana lidia con el fantasma de su pasado canónico, un vacío lleno de referencias literarias: pocas reglas poéticas, diversos catálogos de obras, muchos autores consagrados, y nada, o muy poca, crítica sistemática. En ese espacio de disputas se sigue intentando fijar nombres, obras y corrientes, o borrarlas (digamos, ningunearlas). Y es que la poesía ya no es lo que era.
Para percibir los cambios, una posibilidad sería comparar los vínculos entre la poesía y los poderes políticos constitutivos de las naciones incipientes, cuando la época de fundación del canon (a principios del siglo veinte), con la realidad de hoy: la actual desvinculación (enajenación casi) entre la poesía y los poderes políticos menguantes de los estados nacionales.
Ciertamente, es factible pensar que así como en el pasado el canon estuvo determinado fundamentalmente por los vínculos entre poesía y política, hoy lo está por los vínculos con los poderes económicos. El nuevo criterio de validación canónica sería el ranking de ventas (se consagra el que más vende). En el pasado un poeta quedaba consagrado cuando recibía honores de estado; en el presente, cuando sus libros aparecen colocados en las góndolas de los supermercados, junto a las ofertas de regalos para el día de los abuelos o el día de los enamorados.
Ya no hay movimientos literarios reunidos en torno a una filosofía o a una estética, como el romanticismo, el expresionismo, el surrealismo, etcétera, sino sólo cuentapropistas aislados que suministran su mercancía de acuerdo con las demandas del mercado –lo que se vende en el momento o lo que perpetúa la imagen de marca de tal o cual autor– y que producen varias mercancías diferentes, según los destinatarios…
(Juan José Saer, en: Postmodernos y afines)
Esta situación es fácil de constatar. Sin embargo, la lucha que se disputa en torno al espacio de canonización no se restringe a ese criterio mercantil. Otros juegos de influencias, afluencias y preferencias se llevan a cabo.
La edición, los formatos en que se hace pública la poesía (libros, revistas, recitales, lecturas, canciones, etc.), los premios, la voluntarista incorporación en antologías, el reconocimiento por parte de instituciones públicas o privadas (facultades, academias, talleres, festivales): el funcionamiento de todo ello requiere ciertos criterios de gusto y valoración estética, tanto del lado del emisor (el poeta), como del receptor (el lector, el público, la crítica literaria). También habrá de pesar el gusto de los mediadores que operan entre esos dos extremos del proceso de escritura y lectura (o audición) de la poesía. En torno a esos criterios de canonización, nuestras sociedades, nuestras culturas, tal vez incluso nuestra poesía, van creando a los creadores, y dándoles su lugar (o negándoselos).
Frente a ese espacio, y esos criterios de canonización, los poetas de América del Sur han venido respondiendo, básicamente, de dos modos: asediando el canon o fugándose de él. «Asediar» implica asumir una confrontación meta-poética (de la poesía sobre la poesía). «Fugar», en cambio, implica orientar la elaboración poética hacia una esfera extra-literaria. Ambas actitudes permanecen en el campo literario. No están afuera, ni pueden estarlo, pues de lo contrario no las reconoceríamos siquiera como poéticas.
La actitud de asedio implica la incorporación de influencias, asimilar y reflejar la tradición literaria en la propia labor, la elaboración metatexual (textos cerrados y vueltos sobre sí mismos), dar primacía al valor poético (estético) por sobre otros valores culturales y sociales.
La actitud de fuga, mientras tanto, implica incorporar dimensiones referenciales extra-literarias, dar testimonio autobiográfico e histórico (reportar y criticar una realidad ajena al texto), responder a la inmediatez y la urgencia de los problemas sociales, la elaboración de textos representativos (textos miméticos, abiertos a la realidad exterior del poema), dar primacía a los valores sociales (éticos, políticos) a menudo, incluso, descuidando los valores poéticos.
Pienso que la tensión entre fuga y asedio está bien expresada en una reflexión que hacía Borges sobre sí mismo:
Alguna vez tengo el coraje y la esperanza suficientes para pensar que puede ser verdad: que, aunque todos los hombres escriben en el tiempo, envueltos en circunstancias y accidentes y frustraciones temporales, es posible alcanzar, de algún modo, un poco de belleza eterna.
(Jorge Luis Borges, en: Credo de poeta)
Y si es cierto que esas actitudes atraviesan las tendencias generales (a la comunicación, al conocimiento) de la poesía latinoamericana actual, no lo es menos que, allí donde una obra se destaca por sí misma, fácil será encontrar detrás de ella a un autor que se mueve oscilando entre las distintas tendencias y los movimientos contradictorios, transformándose a sí mismo en su búsqueda de una poesía sustantiva, intensa y formalmente cuidada. Una poesía capaz de dar espacio a una voz humana, hablando un idioma distinguible, trazando el mapa de un mundo propio, jugando un juego donde las únicas reglas que rigen son las que, de manera coherente, el autor y su obra admiten como tales.
Es bueno saber, entonces, que algunos poetas, a la hora de escribir su poesía, y aún después de hacerlo, descubren que:
La gracia estaba en cabalgar,
con voz luminosa, el instante encabritado,
por puro lujo o gusto claro, o por ver
si se podía, contra el desgaste, labrar
formas que recordasen, con su sabor,
la miel de las mañanas.
(Juan José Saer, en: No tocar)
Premisa 1: El poder (el dominador) habla de un modo integrado.
Premisa 2: El anti-poder (la alteridad u oposición al poder) habla de un modo fragmentario.
Conclusión: Para hablar de un modo alternativo (en actitud de resistencia frente) al modo en que habla el poder hay que hacerlo con fragmentos (Juarroz propone hablar con pedazos de palabras y Riechmann asume la posibilidad de que se nos desgarre la boca en el intento).
En el marco de este silogismo, la conclusión parece ser correcta. Pero el problema, así lo pienso, está en la primer premisa. ¿Se puede afirmar que el poder habla de un modo integrado?
Antes de seguir considero necesario aclarar algunos términos. Cuando hablo del poder, aplicándole ese pronombre singular, me refiero al menos a tres aparatos de poder con sus respectivos dispositivos concentradores y unificadores: el financiero (económico mercantil), el político (con su apéndice militar) y el ideológico (que incluye los medios de comunicación masivos). Y cuando me refiero a un modo de habla integrado considero la aplicación de una sintaxis lineal (causa-efecto, pasado-presente-futuro, sujeto-predicado, etc.) que soporta y difunde unívocamente un tipo de racionalidad instrumental, básicamente, a través de la correspondencia entre palabras y cosas, sujetos y objetos, personas y propiedades. A este modo de hablar le correspondería un tipo particular de significado: tiene sentido aquello que reproduce y multiplica de forma exitosa los beneficios monetarios, las relaciones de dominio y la aparente normalidad de la vida cotidiana en nuestra sociedad.
Pues bien, voy a cuestionar que en la actualidad el poder hable de este modo. Mejor dicho, voy a cuestionar que sólo hable de este modo.
Para asumir la complejidad creciente que a partir de los años setenta implicó la reproducción ampliada del sistema capitalista, los dispositivos de poder debieron asumir múltiples y diversos modos de habla. Debieron relativizar y distender las sintaxis de los lenguajes al uso del poder, incluso incorporando en sus modalidades de habla los tipos de lenguaje fragmentarios, hipertextuales, deconstructivos, icónicos, etcétera. El sistema, de un modo flexible, dinámico, y de manera cada vez más acelerada, debió asimilar y cooptar para su funcionamiento aquellos modos de habla que, en un primer momento, se llegó a pensar que podían afectar su reproducción. Para lograr esto, el sistema resignifica, distorsiona, desplaza de su ámbito de aplicación y quita potencia a estos lenguajes. Al día de hoy, resulta fácil darse cuenta del modo en que los lenguajes subculturales y contraculturales rápidamente se asimilan como “nuevos estilos”, de los cuales el sistema extrae sus beneficios económicos, políticos e ideológicos en una suerte de continuidad discontinua (valga la paradoja).
¿Cómo afecta este proceso global a la poesía latinoamericana? Supongo que de un modo similar a como afecta a la poesía que se hace en el resto del mundo. Pero en lo que aquí corresponde considerar, que sería el caso latinoamericano, las particularidades vienen dadas por el repliegue y la dispersión, hasta el dislocamiento, de la poesía (y los poetas) tras los últimos intentos vanguardistas de la década de los sesenta y setenta: los del exteriorismo, el coloquialismo, el nadaísmo y el concretismo, que en sus peculiares modalidades de realización poética quisieron cuestionar frontalmente el modelo del habla percibido como hegemónico, haciéndolo aún con plena confianza en la capacidad de la poesía de configurarse como la otra voz (lo dijo Octavio Paz) de la razón instrumental.
Ese repliegue, esa pérdida de confianza en la alternatividad de la poesía, asume en la actualidad una heterogeneidad muy fuerte, apenas polarizada entre dos modalidades predominantes: en un extremo, la poesía neobarroca (signada por una suerte de hermetismo, conceptismo, exclusivismo), en el otro, una poesía para la cual no encuentro mejor calificativo que el de irreverente: poesía signada por una actitud extática, descriptiva, con pretensiones de divulgación y espectacularización, absorbente de los registros dialectales localistas y de las normas léxicas de los márgenes sociales.
Así y todo, más allá de la heterogeneidad reinante y del predominio de estas dos modalidades, podría intentarse afinar un ordenamiento (en los términos de la cuadrícula-ordalía que anteriormente propusimos para el análisis) a partir de cuatro resultados posibles, derivados de la tensión entre fragmentación e integración:
1) En la tendencia de la poesía al conocimiento, cuando el proceso de fragmentación prima sobre el de integración y se procesa un movimiento de fuga respecto del canon poético, la forma de la poesía resultante tiende al anti-poema. Un ejemplo podría ser el Arte Poética Una: La Palabra , de Darío Jaramillo Agudelo (Colombia, 1947) que termina diciendo:
Pero ya estamos llegando
al límite. Las palabras, son palabras, poeta,
y yo no puedo hacer nada por ustedes.
2) En la tendencia de la poesía a la comunicación, cuando el proceso de integración prima sobre el de la fragmentación y se procesa un movimiento de asedio sobre el canon poético, la forma de la poesía resultante tiende al anti-poema. Un ejemplo: el ensayo breve sobre la honestidad poética de Jorge Boccanera:
no es que los poetas mientan
es que los mentirosos
quieren hacer poesía
3) En la tendencia de la poesía a la comunicación, cuando el proceso de fragmentación prima sobre el de integración y se procesa un movimiento de fuga respecto del canon poético, la forma de la poesía resultante tiende al poema. Aquí podríamos ejemplificar con los poemas de Purgatorio, del chileno Raúl Zurita.
4) En la tendencia de la poesía al conocimiento, cuando el proceso de integración prima sobre el de fragmentación y se procesa un movimiento de asedio sobre el canon poético, la forma de la poesía resultante tiende al poema. A manera de ejemplo, transcribo un poema de Álvaro Ojeda (Uruguay, 1958), justamente, el que da título a su penúltimo libro:
LUZ DE CUALQUIERA DE LOS DOCE MESES
Se deja de vivir por motivos imperceptibles,
una figura,
un sueño,
una luz,
no es vértigo es herrumbre,
es la hoja delgada finísima
afilada peregrina del mundo,
es la hoja y el mundo
y es la sombra en un muro vencido,
una carta,
un mensaje,
una desilusión,
la fábrica de las coartadas
en el descrédito de las culpas,
la declaración ajada que cuelga
del último despacho,
una mosca que araña un párpado
en la refriega del verano,
la copa que ella dejó,
el relente de su paso y del paso de otros
en el tapiado vaivén del deseo,
una conjugación,
la última excrecencia de un verbo
que asalta la retina,
el ver verbo ver,
el verbo he visto en repetida sucesión,
he visto el mundo,
la expresión he visto todo el mundo
y sus consecuencias inexactas
en la retina privada de las cosas,
un acto que convoca a otros actos
como un grillo a otro grillo,
un despejado, ilimitado vacío,
un alcor hueco de cenizas,
la quieta, impasible, poderosa
luz de un mes,
agosto, abril, octubre,
una forma de mirar el crepúsculo
derivando dentro de una canoa,
el último río y el sonido impronunciable
de la palabra piedad.
Cabe agregar que, al considerar la penetración de los procesos sociales de fragmentación e integración en la poesía, no debemos dejar de lado la perspectiva sobre el canon poético vigente. Pues no podríamos reconocer como poesía aquello que de un modo u otro no pretenda su incorporación en el campo literario, o sea, no se proclame a sí mismo, o sea proclamado por otros, como poesía.
Y aquí es donde se define el asunto. El canon poético no se teje al margen de los dispositivos de poder que antes señalamos. Criterios mercantiles, relaciones de dominio, concepciones ideológicas sobre lo que es normalmente válido (o anómalo) van aplicándose a la dilucidación de patrones estéticos y definen finalmente qué poesía es la aceptada y difundida como tal, y de qué modo.
Hoy día, en América del Sur, los derivados neobarrocos e irreverentes parecen dominar el escenario poético (lo veremos en otra entrega). Pero eso no liquida las tensiones expresivas y apelativas del habla poética subyacente, pues es un hecho que asediando al canon, o intentando fugar de sus designios, la poesía no se queda quieta. Y otro hecho es que, en su conjunto, como género, la poesía (portadora de un habla fragmentada o integrada, poco importa) ha sido desvalorizada, desdeñada o inutilizada por el poder. Ya no es lo que era en la época que fue desde el Azul de Darío hasta la muerte de Neruda, en 1973, cuando el cóndor de las dictaduras militares levantó su vuelo terrorífico llenando de sombras tierra, vidas y palabras.
¿Hemos zafado a la encrucijada que plantea el silogismo inicial? Me temo que no. El asunto del principio sigue sin conclusión: ¿cómo hablar, desde la poesía, tensada entre su fragmentación e integración, de un modo alternativo al modo en que se pronuncia el poder?
Las tendencias poéticas, además de temporales, son movimientos espaciales: marchas y contramarchas, incursiones y excursiones, penetración y asedio o evasión y fuga. ¿De dónde? ¿Del cuerpo de una obra, de las obras de un cuerpo? ¿De la poesía? Quizás, por sobre todo, del canon de la poesía. De eso que en un momento dado, una sociedad entiende que es poesía, y la legitima (o ataca) como tal.
Al hablar de tendencias poéticas, al menos aquí, queremos aproximarnos a ese algo que da forma a la sobrevivencia de la poesía latinoamericana, algo que incluso pueda darle vida. Identificamos, con este ánimo, dos tendencias principales: la de una poesía que apunta a la comunicación y la de otra que desarrolla el conocimiento:
Comunicación: Una tendencia poética que busca calar en el habla coloquial de la sociedad en que se manifiesta y hacer expresable desde allí los sentidos sociales inmanentes a la acción cotidiana. La emoción y la sensibilidad del poeta ante la realidad vivida tienen su primado en esta tendencia.
Conocimiento: Una tendencia que explora en el habla de las distintas sabidurías heredadas (metafísica, filosofía, ciencia, arte, literatura, tradición poética) buscando reconstruir o reformular un sentido universal que apenas escapa malherido por entre las mallas y fragmentos del sistema social. Lo cerebral, el pensamiento, la autorreflexión y la autorreferencia, las sentencias sobre los valores de verdad, autenticidad, lenguaje ideal, justicia: esto es lo que prima aquí.
Reconocer la existencia de estas tendencias no implica hacer juicios sobre la calidad o la capacidad de acierto de la poesía que resulta de las mismas. No acusaremos las caídas en el “simplismo coloquial” (para las tendencias a la comunicación) o en las solemnidades de ciertas “retóricas ególatras” (para las tendencias al conocimiento), aún cuando sabemos que las hay. Claro que tampoco vamos a ensalzar esas derivas. Pero un par de ejemplos nos bastarán para cerciorarnos que en ambas tendencias hay poesía, y de la buena. De un lado, un poema de Ernesto Cardenal:
Como latas de cerveza vacías y colillas
de cigarrillos apagados, han sido mis días.
Como figuras que pasan por una pantalla de televisión
y desaparecen, así ha pasado mi vida.
Como los automóviles que pasaban rápidos por las carreteras
con risas de muchachas y música de radios…
Y la belleza pasó rápida, como el modelo de los autos
y las canciones de los radios que pasaron de moda.
Y no ha quedado nada de aquellos días, nada
más que latas vacías y colillas apagadas,
risas en fotos marchitas, boletos rotos,
y el aserrín con que al amanecer barrieron los bares.
(De Antología nueva, Ed. Trotta, Madrid, 1996)
Del otro, el poema 39, de la Séptima Poesía Vertical de Roberto Juarroz:
En las entrañas del verano,
como una fibra más clara,
repercute la voz del heladero.
No es la infancia que vuelve.
No es algo de dios que se ha vestido de blanco.
No es una luna en el día.
Es sólo lo posible
que nos demuestra su existencia.
Lo imposible no levanta nunca la voz.
(de Poesía Vertical. Antología Esencial, Ed. EMECE, Buenos Aires, 2001)
Son sólo dos ejemplos. Uno comunica una experiencia con llaneza lingüística y profundidad de sentido. El otro busca forzar un conocimiento a través de abstracciones cargadas de fuerzas metafísicas. Comunicación y conocimiento, entonces, oficios polares de estas dos tendencias poéticas actuales que se contraponen y a la vez articulan, dinamizando, un corpus poético.
Pero el trazado de tendencias no estará completo si no referimos otros movimientos en juego (y tal vez así, incluso, tampoco estaría completo, siendo que el lenguaje poético no deja de desarrollarse y dispersarse). Referimos aquí los movimientos de fragmentación e integración, y los movimientos de fuga y asedio. Movimientos que no son correlativos a las dos tendencias principales, sino que se solapan sobre ellas, también, de manera tendencial. Y vamos a sostener que estos movimientos llevan los productos resultantes del trabajo poético con la lengua al área del poema y del antipoema:
Poemas, o tal vez una tradición del poema lírico que, valga la paradoja establecida por Osvaldo Paz (en: “Los hijos del limo”, Ed. Seix Barral, Barcelona 1974), hoy día no puede excluir la tradición de la ruptura que las vanguardias ejercieron sobre el lenguaje poético (llevado a la cúspide por el modernismo).
Antipoemas, concepto que no debe ser tomado aquí al pie de lo establecido por Nicanor Parra en su Manfiesto (donde anuncia que Los poetas bajaron del Olimpo), sino como una construcción que busca oponerse al dominio del poema olímpico (piedra angular del canon poético), aunque reconociéndolo en su negación permanente. El antipoema deviene la otra cara de esa poesía que suele ser legitimada por quienes, en un determinado período, dominan el campo literario.
Nos ocuparemos de esos movimientos (fragmentación e integración, fuga y asedio) más adelante. Llegado el caso habremos de explicar(nos) algunos detalles. De momento, aceptando el desafío de garabatear las tendencias, y en plan de ir forjando una cuadrícula de la actual poesía latinoamericana, dejo aquí una imagen ilustrativa. Es un bosquejo, no más, trazado de puño y letra, sobre la marcha:
Seguramente más de un lector se sentirá ofendido con esta pretendida cuadriculación, pues no deja de ser complaciente pensar que la poesía, Genio y Figura, “el canto frente a frente al mismo Satanás”, es inclasificable. De ser así, les rogamos entonces que tomen estos esfuerzos, y la figura anterior, como una mera ordalía. Otros lectores, en cambio, posibles cómplices de nuestro intento, capaces de aceptar que Ernesto Cardenal sea ubicado en el {color:red}cuadrante 3 de la figura trazada y Roberto Juarroz en el {color:red}cuadrante 4, esperamos que vayan meditando a partir de sus lecturas si no es posible ubicar a un poeta como Alberto Girri en el {color:red}cuadrante 1 y a otro como Nicanor Parra en el {color:red}cuadrante 2, y así por delante. Y teniendo presente que estos cuatro poetas son claros referentes (o sea, se acercaron al {color:red}centro del canon poético en gran medida), quizás, con la ordalía que vayamos entreviendo, poco a poco, podamos sentirnos más seguros (y hasta más felices) al aproximarnos al caos de la actual poesía latinoamericana, a su integración y fragmentación, a su asedio y fuga. Y decimos quizás, porque sabemos que no todo el azar puede ser domesticado.
Así nació mi poesía, apenas
rescatada de ortigas, empuñada
sobre la soledad como un castigo,
o apartó en el jardín de la impudicia
su más secreta flor hasta enterrarla.”
Pablo Neruda: Canto General, XI-X
Si así nació, ¿podría haber muerto? Poesía hundida en el sur del mundo. Canto particular, secuestrado de nuevo entre las ortigas.
Y entonces, poesía urente: ¿que escuece, arde? Poesía que abrasa y abraza en la necesidad del sobrevivir urgente. Poesía que urge. Necesidad de emerger, de salir a luz, de reclamar su aire: ser dicha, ser leída, ser editada, ¿o poesía que hace su reclamo, por efecto del vacío en que se la percibe: vacío en que no puede vocear una experiencia colectiva?
“Reclamar: estar en estado de escucha. Estado de escucha es también estado de alerta, estado de alas levantadas en el medio, un estado por volar – sin jamás aspirar a pájaro, esa figura sin raíz”.
Es la idea de Eduardo Milán (en: “Resistir. Insistencias sobre el presente poético”, FCE, México, 2004, p.15): la poesía actual, desde el sur hispanohablante, reclamaría una ruptura con la tradición, un vuelo libre, pero que no termina ni empieza a levantar su vuelo.
Y entonces puede suceder que en la actual poesía del sur hispanohablante —al menos en una de sus tendencias principales— sólo se aspire a la irreverencia. Si el siglo de oro de España tuvo en América Latina su Dorado, también podría ser que en el lugar del sueño incumplido, así como en una calle cualquiera, o en un soporte transitorio y perecedero, los poetas escriban a la manera de un graffitti:
“La vida es una barca”. Calderón de la Mierda.
El último gesto del poeta: ¿moda, esnobismo, una mueca burlona, estilo de Carón, cruzando el Aqueronte? ¿Derivados de la anti–poesía? ¿No más que eso?
producciones insignificantes
se moldean hasta en su grafía
se deforman de acuerdo a la intensidad
a través de una lógica de contrastes:
el sonido mal maldito de su linaje real
Mal maldito porque es ilusión de sentido aliterado,
el adene translúcido que sólo tú te atreves a
relucir
luminolina, piel reptílica, brillosa drug queen
qué paquetería la tuya
Roberto Echavarren, El muerto estallar de tus tripas
¿Sólo paquetería? Tal vez, pero también puede suceder que, aún creyendo que no hay más vida para la poesía, sino apenas una voluntad de supervivencia (“no hay novedad: los poetas escriben para sobrevivir”, sostiene Milán en el libro antes citado), así y todo, en el aire que se descalza en los pájaros (Juarroz), quiera el vuelo arañar sus raíces una vez más. Y entonces aparece, o no termina de desaparecer, el disturbio vallejiano de los Poemas Humanos:
Pero, realmente y puesto
que tratamos de la vida,
cuando el hecho de entonces eche crin en tu mano,
al seguir tu rumor como regando,
cuando sufras en suma de kanguro,
olvídame, sosténme todavía, compañero de cantidad pequeña,
azotado de fechas con espinas,
olvídame y sosténme por el pecho,
jumento que te paras en dos para abrazarme;
duda de tu excremento unos segundos,
observa cómo el aire empieza a ser el cielo levantándose,
hombrecillo,
hombrezuelo,
hombre con taco, quiéreme, acompáñame…
César Vallejo, De disturbio en disturbio
Para que no olvidemos esa vieja tensión que dio la pauta de la poesía americana de la segunda mitad del siglo veinte: Neruda o Vallejo. El poder del poeta (la palabra del pueblo) y el temblor del poeta (la voz que orillea en los límites del poder de la palabra).
Habrá que ver, al final, desde el principio, si la poesía del sur hispanohablante logra pasar de la supervivencia (urgente, urente) a un estado vital de nuevas formaciones (re-surgente). Habrá que ver si resuelve en nuevos términos la tensión entre poder y temblor, entre dicción creativa y adaptación reactiva. Habrá que ver, tener ojos alertas, abiertos como la palabra “acaso”.
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