Tomás Eloy Martínez rememora el día en que conoció a Carlos Fuentes en Buenos Aires, y la intensa huella que dejó en ellos la espalda de una mujer: El balcón que volvió del pasado.
«Declinaba, como dije, la primavera de 1962. Fuentes acababa de llegar a Buenos Aires luego de asistir al Congreso de Intelectuales, organizado por la Universidad de Concepción, en Chile, donde había deslumbrado a colegas cuyo lenguaje habitual entonces como ahora es el lenguaje del desdén. Serían las siete, tal vez las ocho de la tarde. El crepúsculo tardaba en volverse noche. Fue entonces cuando vimos pasar, bajo esa luz imprecisa, a la mujer con las espaldas más hermosas del mundo. Eramos (yo no lo sabía) huéspedes de su casa. La mujer había enviudado un año antes del investigador médico Carlos Galli Mainini, discípulo del fisiólogo Bernardo Houssay. Galli se había hecho famoso al crear un nuevo método para el diagnóstico precoz del embarazo, inyectando orina de mujer en batracios machos. Lo que ahora suena vetusto y anacrónico entonces era revolucionario. El investigador estuvo casado menos de dos años con aquella diosa inolvidable. Murió cuando acababa de cumplir 47. Las fotos que han quedado de él lo revelan buenmozo y feliz.
Fuentes recuerda las espaldas de la viuda con tanta nitidez como yo: el dibujo suave de las venas bajo la piel traslúcida, el coqueteo de los bucles dorados sobre las orejas. Tenía un pelo largo, fino y melodioso, que se plegaba y desplegaba al compás de sus movimientos, como el telón de un teatro prodigioso. Las espaldas, que el vestido dejaba al descubierto, son difíciles de describir: sensuales, cálidas, inolvidables.»