Ximo no me conoce, yo tampoco tengo ni idea de quien es, qué hace, cuando o donde vive y la única referencia que tengo de él es la que me pueden ofrecer sus textos. Vaya por delante esta aclaración no para disculpar lo que sigue sino para situarlo en un contexto de asepsia capaz de reubicar el texto dentro de si.
La arquitectura muere un poco cada vez que alguien se aferra a lo añorado en una nostalgia por lo que jamás conoció o por ansia de un pasado que sólo existe en el paisaje inventado de su subconsciente. Muere un poco cuando la idea de vivienda tiene como premisa iconográfica aquella que repiten maquínicamente los párvulos para asociar el concepto mental a una imagen social perfectamente mediatizada. Pero la arquitectura muere sobre todo cuando se insiste en repetir tópicos de carácter falsamente anticomercial sin entrar a analizar si tienen o no contenido más allá de su formalista sentido de protesta. Muere cuando las fuerzas se dirigen únicamente a la configuración del objeto de uso, al objeto cómodo por cómodo y útil por útil, cuando no se aspira al disfrute del goce estético entendido este como una posibilidad vital necesaria. No quiere esto decir que todo ser humano deba aspirar a vivir dentro de una obra de arte, pero al menos entiendo que una adecuada formación intelectual no puede dar cabida a la nostalgia ignorante, que la aspiración estética debería estar dentro de cada uno en igual medida cuando se enfrenta a un texto, cuando goza de un cuadro, o cuando contempla cualquier obra de arte.
Poner en cuestión sentido utilitario de cualquier manifestación artística o preguntarse por la artisticidad de un elemento de cotidianeidad no sólo nos retrae a teorías estéticas superadas sino que dan fe de lo caduco del pensamiento que acompaña tal afirmación. Si un objeto es capaz de trascender su carácter utilitario o si el uso cotidiano es capaz de trascender al propio objeto es una discusión que no puede menos que sorprendernos si la planteamos dentro de la perspectiva de la cuestión estética.
Aquel que clama por la identificación entre ágora y museo debería sin mas retroceder hasta los significados de ambos términos.
Si el ágora se distinguía en alguna medida era por su cualidad de espacio de intercambios, de intercambio de ideas, no de contemplación estática de las mismas, ni aun siquiera de su contemplación activa. El ágora no existe, no espacialmente. El ágora pertenece a un pasado que no puede ser reclamado desde la actual realidad urbana. Podemos añorar los espacios de encuentro, podemos reclamar grandes espacios abiertos que jamás se convertirán en espacios de intercambio cultural, en todo caso se llenarán en irónica alternancia con madres que acompañan niños y con padres que acompañan perros, pero la real necesidad de estos espacios de intercambio al modo del ágora en un entorno dominado por la sustitución de los conceptos espaciales por los temporales carece de sentido en términos objetivos de significado.
El museo, analizado desde un punto de vista tipológico, es el elemento generador de alguno de los mejores ejemplos de riqueza espacial y ha sido tradicionalmente campo de experimentación arquitectónica entendida esta no sólo desde un reduccionismo formal sino desde la experimentación programática. La evolución desde las galerías de contemplación estática hasta los complejos programas culturales de los actuales museos jalona la historia de la arquitectura de nodos mas que sobresalientes que marquen dicha evolución. Sólo por marcar dos puntos completamente contrapuestos en su concepción, pero capaces de explicar esto último recordemos por una parte el Museo del Prado de Madrid y por otra el tan aclamado como denostado Museo Guggenheim de Bilbao; en ambos casos tanto el valor del contenedor como del contenido son insuperables. El paralelismo entre ambos contenedores es imposible, y sin embargo ambos responden en su momento a valores de contemporaneidad tanto formal como programática.
Nunca los museos han sido plazas, como nunca las plazas han servido de espacio expositivo sino para eventos dramáticos, no tiene sentido pues reclamar para ellos una función que por ajena les es desconocida y por incompatible extraña.
En cuanto a la búsqueda de una legitimación artística de tal o cual expresión formal tal vez deberíamos reflexionar en torno a la búsqueda de legitimación artística por parte de cualquiera que intenta con su obra trascender el valor de la misma, el carácter de artista no lo da la inclusión dentro de un determinado circuito expositivo ni dentro de un determinado entorno del autor.
El ágora de contemplación y encuentro que tanto hecha de menos Ximo en su desaire por la inclusión de Armani dentro de la categoría museística ya existe, posee todas las características que hecha de menos en el actual museo. En todas las ciudades de mediano tamaño tenemos la ansiada ágora donde nos reunimos en masa, concretamente las mayores aglomeraciones se producen cíclicamente los sábados por la tarde, con mejor o peor motivo las hordas consumistas se avalanzan sobre la superficie del centro comercial a contemplar escaparate de por medio imitaciones de Armani o colecciones de posters que reproducen ansiadas e imposibles obras de arte amen de artículos de todo tipo. Espacios de encuentro ciudadano real, que clama por un espacio de encuentro en el que perderse entre la multitud para confundirse dentro del animal denso del que he hablado desde estas páginas.
La búsqueda referida es la de un Ulises que ya no tiene hogar al que volver, es el regreso a Ur del que jamás la conoció pero que siente nostalgia de un pasado que inventa adecuando sus recuerdos como si se tratase de un replicante capaz de reprogramarse.